Mario Alberto Carrera

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Premio Nacional de Literatura 1999. Quetzal de Oro. Subdirector de la Academia Guatemalteca de la Lengua. Miembro correspondiente de la Real Academia Española. Profesor jubilado de la Facultad de Humanidades USAC y ex director de su Departamento de Letras. Ex director de la Casa de la Cultura de la USAC. Condecorado con la Orden de Isabel La Católica. Ex columnista de La Nación, El Gráfico, Siglo XXI y Crónica de la que fue miembro de su consejo editorial, primera época. Ex director del suplemento cultural de La Hora y de La Nación. Ex embajador de Guatemala en Italia, Grecia y Colombia. Ha publicado más de 25 libros en México, Colombia, Guatemala y Costa Rica.

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Revisando y releyendo en mi biblioteca antiguos catálogos, me detengo en uno –en homenaje a Dalí en la sala mayor del Centro Pompidou– catálogos en los que para mí destaca la fotografía de una pieza que bien podría llamarse: “Dientes de perlas, labios de rubí”, obra menor de orfebrería del maestro de Figueras y que en piedras preciosas relata –como en símil magnífico y flamígero– la vieja metáfora repetida en poesía –así como en otras manifestaciones artísticas– en las que tópicamente aparecerían los labios creados con la roja piedra y los dientes de perlas como dice también la vieja canción de María Grever. Esto es, la metáfora acaso más común en la obra lírica de muchos poetas que, de algún modo, la recrean y, como veo en estos viejos catálogos, que alguna vez traje de París, vuelta a nacer también por obra y gracia de Salvador Dalí que la remozó –dándole impresión de inédita– en varios prendedores (para damas de evidente riqueza) y siempre de cuño surrealista. Porque en esta escuela tendríamos que inscribir una joya de tal naturaleza y aspecto, sin el resto de la cara.

Ello me hizo cavilar sobre el asunto de sí, la metáfora está tan agotada que ya no es posible hacer nada nuevo con el lenguaje estético (estético en el sentido de Jakobson) pero extendiéndome a otras formas artísticas. Pues toda lengua estética es metáfora.

Aristóteles –en el libro III de la “Retórica”– dice que la metáfora no es otra cosa que una intuición que surge de una analogía entre cosas disímiles.

Pero añado yo (sin agotar lo que dice el estagirita en «La Poética»): esa analogía tiene por fuerza que ser “absurda” porque –hemos dicho– que las cosas y palabras que entran en relación son diferentes. Y si son disímiles, ¿cómo pueden ser similares? Esto ya es campo de la estética porque aquí, necesariamente, tiene que entrar a jugar su papel determinante la imaginación y la intuición. Sin ella no habría metáfora. Pues tanto la imaginación del artista –como la de su espectador o lector– tienen que aceptar –y hacer la concesión– de imaginar “absurdos” para que podamos entender la altísima expresividad y potencia de la metáfora que relaciona cosas, palabras y conceptos no relacionables y cuya relación lidia o contiende –de plano– con la lógica como ciencia y metodología, porque no hay dientes que puedan ser de perlas ni labios de rubí, aunque a Dalí le plazca crear obras artísticas mediante el absurdo de emplear estos materiales (minerales) para representar (metafóricamente) el área bucal de la amada y temida Gala o acaso “Galo”.

3000 años casi de literatura (si los contamos a partir de cuando se supone que aparece «La Ilíada») nos hacen pensar que el número posible de estas relaciones lingüísticas absurdas –que conocemos con el nombre de metáforas– puede estar ya agotado y saturado: Ojos de fuego, frente de nieve, pelo de oro, senos de rosas, cuello de garza, piel de azucena, cantar de sirenas, murmullo del río, corazón de hielo, vientre de durazno, la vida es un río, la muerte es un sueño. ¡En fin, tantas y tantas metáforas! (se me ha ocurrido poner las más tópicas) que a lo largo de los tiempos los poetas y los artistas en general han escrito, pintado o esculpido.

Es casi un hecho que nadie puede lograr (aunque se intente) después de 3000 años una metáfora absolutamente original que ni de lejos roce el tópico. Y ello constituye el reto y la tortura más desgarradora que se puede vivir en el ámbito estético. A tal punto que no creo que exista poeta y artista sincero y autocrítico que –al caer en la cuenta de ello– no haya estado a punto una y mil veces de abandonar la vocación literaria. Solamente porque la literatura no pregunta si la aceptamos y la internalizamos, el escritor y el artista cae en la trampa de la metáfora. Se inserta en nosotros y nos posee y se queda en silencio –como en una cópula eterna– sin preguntarnos más. Por eso no la podemos echar o extinguir, aunque el debate que refiero surja y surja en vigilia y en sueños.

Sin embargo, el mismo ejemplo que he dado de Dalí –cultor de una metáfora en orfebrería y otras artes muy tópica– nos muestra que lo deslucido y gastado puede volver a tener visos de novedad, de cambio y de alteración.

Dalí vuelve a utilizar lo de “dientes de perlas, labios de rubí” (que descendió o ascendió hasta el manoseado medio de la canción popular). Pero torna inédita la vieja metáfora porque la recontextúa surrealistamente (que es su propio y permanente estilo): usa sólo en la composición justamente los labios y los dientes y los resuelve en su escuela y no añade el resto de la cara. Como si alguien pintara sólo un ojo o muchos ojos en distintos cuadros. La metáfora es la misma. El texto y el contexto, no. Vuelta a ser original e increado. En esto consiste el juego infinito de la metáfora: en que mediante la intuición realiza relaciones disímiles. Y con ello rejuvenecemos a Aristóteles, que nunca ha envejecido de acuerdo con el color de la lente que empleemos para enfocarlo.

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