Nuestro mundo artístico ha llegado al límite del límite (¿es acaso el barroco de las fronteras de la comprensión?) para comunicar y por ello ¡tantos espectadores!, se preguntan ante el cuadro o el poema –e incluso ante la novela o el teatro y el cine– ¿qué ha querido decir el autor con este enigma?, dando a entender –con este preguntar ansioso– que la comunicación no se establece (por ninguna de las seis funciones del lenguaje) y que el cuadro o el poema de hoy no le dicen nada al gran público ¿acaso no nombran nada?, a no ser para el autor mismo y de unos cuantos miembros privilegiados de la capilla, aunque también hay que decir que hay poetas transparentes y facilones que toda penetración permiten, pero no son los de la palabra mayor.
Poema y cuadro son un lenguaje paralelo y coaligadamente estético en el devenir de la Historia del Arte. Lenguaje (sobre todo el literario) porque el poema se fabrica con palabras y estas constituyen el cuerpo de la comunidad tradicional.
Más los caminos que la poesía y la pintura han recorrido –desde el corazón convulsionado de la magia– son muchos y “multiencrucijados” al grado de que sus diversas tramas y tejidos son hoy muy difíciles de seguir, esto es, de deshilvanar y desentramar.
El poema-pintura ha sido embrujada invocación para garantizar la posesión rupestre de la caza, canto febricitante en las sensuales fiestas de Dioniso, mística raíz en las oraciones religiosas del gótico cristiano, filosófica reflexión en los labios de Dante y Goethe, concupiscente exaltación en las vísceras de Sade, decadente estética en las manos temblorosas de D’Annunzio y Proust y aquelarre endemoniado e indescifrable acaso en los cerebros de Breton-Eluard, Virginia Woolf y Sylvia Plath.
El poema que ayer todos entendían (¿o solo los brujos?) pintado en la caverna o en el iridiscente vitral o recitado en la embriaguez de Dioniso (brillando en todo su esplendor en la naturaleza) hoy necesita introductores, prologuistas, descifradores y exégetas que, entre el artista y el espectador, sirvan de diccionarios especializados o traductores del cuadro y del poema necesitado de “googlear”. Quizá por ello hoy la crítica sea al mismo tiempo tan popular (y tan necesaria) y tan execrable.
La palabra –en el poema– es su raíz y al mismo tiempo su vestidura. La palabra es todo el material de que el poeta dispone (si no hace un collage) y ha dispuesto siempre. De época en época las palabras se agotan y agostan y se secan. Y hay que buscar nuevas contando siempre con las mismas. Es la agricultura del lenguaje. Esta es la tragedia del escritor (del que se respeta y renueva): inventor de palabras que innova con trajes ya usados por otras.
Palabras viejas que se convierten en nuevas al conjuro de la imaginación, que las mezcla con genio (y acaso a su libre albedrío como en la poesía automática) y las coloca en atrevidísimas composiciones sintácticas –que retan a la lógica y a veces al arte mismo– como ocurre con Góngora a quien le fue donada la locura verbal y la sensatez de una nueva lógica en donde el retorcimiento reina, pero un retorcimiento que reverbera.
Las más atrevidas metáforas señorean y dominan en la poesía de nuestros días con una caprichosa y terca actitud de separación y divorcio del mundo de los objetos (no se establece el triángulo símbolo, signo y objeto). Y la suma de oscuras metáforas hacen y estructuran el poema, el teatro y hasta la narrativa (como ocurre con la de Beckett) y convierten los textos en un explosivo laberinto de imágenes –a veces magistralmente artificiosas– pero de cuyos fondos, contenidos y significados no podremos estar completamente seguros. Y allí está el quid del asunto.
En ello, poema Dadá y pintura abstracta no se excluyen si no complementan, se compaginan, se hermanan y se “entienden” en un código descoyuntado o dislocado que, por serlo, no podemos acusarlo de “antiestético”.
Porque hablan a una zona del hombre cuya forma de comunicarse no es lógica y de la cual conocemos todavía muy poco, pero que puede ser el sector más artístico del ser humano, esto es, todo lo que brota y mana del Inconsciente. De allí el nombramiento tan acertado del libro “La realidad y el deseo” del Luis Cernuda.
¿De qué habla la pintura abstracta como la de Malévich y el suprematismo? ¿Qué nombra la poesía de “Poeta en Nueva York” o –de nuevo– la de “La realidad y el deseo”? ¿A qué se refiere o a qué toca o acaricia, angustiada la poesía de nuestro tiempo?
Toca, dice y nombra lo de siempre (el amor y la muerte) pero en códigos cada vez más atrevidos. Con palabras que dejan de ser palabras para convertirse en sentimientos, pero de cuyo significado solo sentimos la caricia. Cada poeta tiene las suyas (que comparte) y que –como manchones de una pintura abstracta– impacta nuestro inconsciente, pero casi nada de nuestro mundo lógico.