Hace años –lector- hace años yo pensaba que lo peor que le podía ocurrir a un ser humano era vivir solo. Me estremecía barruntar que tal infortunio podía caer a mis espaldas. Yo tenía papás, hermanos, varias empleadas, perros, gatos (perro que me ladre) una inmensa casa llena de gente –incluso ni pariente mía- porque mi madre tenía la pasión de recibir cuanto amigo viajero pasara por el país de nuestro exilio.
Yo, lector, creía que la compañía y que pensar lo mismo que pensaban los otros (compartir las mismas “verdades” y creencias) era lo más hermoso que Dios (también creía en Él) le otorgaba al hombre, sobre todo al niño. Y el regalo de un Ángel de la Guarda. Hoy si tuviera de veras a ese ángel tras de mí, les juro que ya me hubiera dado paranoia, de la verdadera: de la psicótica.
Somos y no somos los mismos.
Somos y no somos los mismos con el transcurso del tiempo.
Somos y no somos los mismos con el transcurso del tiempo y la disección de las conductas.
¿Pero para qué quería yo tanta gente en mi entorno, incluso religiosos que me “educaran” y que permanecieran junto a mí en el colegio seis u ocho horas diarias? Porque de esa manera me sentía bien. Cuando digo “me sentía bien” quiero decir que me sentía tranquilo, aceptado, valorado bien. Esto es bueno, me decía. Cuando alguien de mi entorno no le ponía un aprobado a una acción mía –infantil, sobre todo si era de la familia- era como “una estación en el infierno”. Era como experimentar –según yo, entonces- lo que se debía sentir al vivir solo, en un oscuro y pequeño apartamento parisino y con vistas al Sena: el hastío, el ennui.
Con las manos vacías pasé de unas manos a otras. De unos grupos a otros grupos, de unas muchedumbres a otras. De unas iglesias a otras iglesias (todas agotadas: católicas). De unas universidades a otras. De un amor a otro amor como carta que se retorna. Me sentía obligado a estar enamorado. No estarlo significaba soledad.
Por un montón de vicisitudes que no viene al caso explayar –de momento- decidí un aciago día exigir mi libertad. Se me metió entre ceja y ceja que la quería. Yo llamé “mi libertad” –en aquel momento- a ya no compartir la vida (hasta que la muerte nos separe) con una acompañante-compañera. Tampoco tenía hijos. Mi padre y mi hermano ya estaban muertos y no iba a repetir el iniciático papel edipiano con mi madre. Muchas veces: segundas partes no son buenas.
Así que de pronto, gracias a unas espantosas náuseas de veras y de Sartre, a unos vértigos y a cierta hipertensión que comencé a padecer me vi “íngrimo y solo” -como solía decir mi madre en ciertas circunstancias ejemplares- en un apartamento, en el décimo piso de un edificio cuya fachada daba sobre el bulevar de Vista Hermosa. Hace ya muchos años de esto: comencé a sentir terror de acercarme a la baranda del gracioso balcón de mi aérea casa. Una idea obsesiva me decía –igual que otra vez en similares circunstancias en España- que podía lanzarme desde allí: he jugado con la muerte y me da miedo. Qué paradojal. De modo que evitaba aflorar en el vacío. Pero ha corrido ya también mucho tiempo desde que habité aquel primer nido –mío- solitario y con nuevos temores en la frente. Decidí también prescindir de los perros porque laten mucho (ni chucho que me ladre) y mandé a instalar un circuito de alarmas en la casa que construí en la montaña.
Y me tengo que responder –cuando me inquiero- que sigo siendo y sintiendo como aquel niño del exilio salvadoreño que hace tantísimo tiempo fui. Aquel que le tenía miedo de no tener una tropa acompañante en rededor y que brota en el aparecer de los temores y sentimientos primarios y vitales.
En busca de la libertad me he confundido muchas veces, pero la indago y la apetezco voluptuoso, como el insecto presuntuoso y petulante que en la luz quema sus alas.