Mario Alberto Carrera
Cuando Breuer –en compañía de Freud– descubrieron a fines del siglo XIX una zona inexplorada, desconocida, oscura –y más bien marginada y negada del psiquismo humano– tal vez no se imaginaron las repercusiones que tan audaz inmersión tendría sobre la literatura y, en general, en la constitución de una cosmovisión, es decir, de una innovadora y revolucionaria perspectiva cultural. Esa zona olvidada –esa área innominada de la mente– fue bautizada y se conoce con los siguientes nombres: id, ello e inconsciente. Su oponente: superego o superyó. En medio se sitúa el yo.
El mismo Freud –a lo largo de su vida– fue haciendo correcciones a las primeras definiciones que dio entorno a él (al inconsciente) y llegó a ensamblarlo con el principio del placer, los instintos (el Dionisos de Nietzsche) y desde luego con el imperioso reino libidinal, dueño de la especie, señor de la vida, semen del cosmos como en Schopenhauer.
Adler y no digamos Jung –los alumnos más distinguidos de Freud– con Reich, dieron a su vez otras definiciones del inconsciente (con lo cual para mí su mundo se amplió y enriqueció en vez de contradecirse) y, después, alumnos a su vez de discípulos de Freud, como Jacques Lacan y Karen Joyner (el primero en la crítica literaria y la segunda en el espacio del psicoanálisis doctrinario-clínico) ofrecieron nuevas ampliaciones entorno al perfil del muchas veces negado y discutido (generalmente por personas reprimidas o ignorantes) inconsciente.
El ello, id o inconsciente es el territorio libre del hombre en general súper reprimido. Su oponente y verdugo (con el que contiende día y noche) es el superego o superyó. Los conflictos en que debaten los dos polos –cuando son graves o severos– se llaman neurosis y cuando son dramáticos o trágicos pueden denominarse psicosis. En medio de los dos se emplaza el ego o yo que debería moderar la fuerte tensión polar, pero que muchas veces ni siquiera se hace o se logra hacer escuchar, entre los gritos, vociferaciones y sindicaciones –y acres señalamientos– que se endilgan y producen entre el id o inconsciente y el superyó. Porque una veces somos puro inconsciente o id y, otras, puro superego.
La novela y el cuento narran acciones, hechos y acontecimientos que realizan los personajes y, aunque el cuento es pura trama (en consonancia con la unidad de impresión descubierta por Edgar Allan Poe) ésta –la trama que son acciones trenzadas en un conflicto– no pueden acceder a la conciencia del narratario o lector, sino mediante las acciones consumadas por los personajes o, al menos, por un solo personaje si el cuento no tiene más. Una novela para serlo tiene que tener varios o muchos personajes.
Antes de lo encontrado, lo hallado, lo descubierto por Breuer y Freud, los personajes del mundo de la narrativa realizaban acciones dictadas por su inconsciente, id o ello (como en el caso de los sórdidos relatos de Zolá en el famoso ciclo de los Rougon-Macquart) pero no podríamos “ver” las truculentas maquinaciones del inconsciente de los perversos, aberrados enfermos o, simplemente, en una escala menor o menos patológica, de los neuróticos que muchas veces hacen, sueñan o fantasean con acciones que no quieren hacer –ni hacen realmente– es decir en la realidad. En el relato convencional el narrador indica al lector lo que piensan los personajes. En el relato contemporáneo casi nunca ocurre así. El problema se resuelve mediante el monólogo interior del consciente o del inconsciente.
El descubrimiento del inconsciente por Breuer y Freud nos permite montar una obra de narración a partir del monólogo interior fugado desde un alucinado planeta interior. Lo vemos de cuerpo entero en “Ulises” y “Finnegans Wake” de Joyce.