La Estética comunista –es decir el realismo social, la sociología de la literatura y Lukács- tuvieron gran parte de culpa y responsabilidad. Se dedicaron (sobre todo en la época estalinista que duró hasta bien entrados los 60 del siglo pasado y en algunos países como el nuestro hasta los 70 y 80 y aún hasta hoy en algunos poetas rojos y trasnochados) se dedicaron –digo- a proclamar que la literatura -y sobre todo la poesía e incluso todo lo que fuera comunicación escrita- debía consagrarse a cantar la vida política de las izquierdas, el triunfo de las revoluciones comunistas, el plausible trabajo de los obreros (el poeta es un obrero de la literatura) y la grandeza de las repúblicas marxistas. En una palabra: a promover y provocar el cambio social. Pequeño, mediocre y miserable papel al que condenaban a la creación literaria y por extensión al periodismo, un poco por el camino didáctico y docente de la Ilustración del XVIII.
Sin embargo, muchos aceptaron aquellos “axiomas” y postulados de la poética estaliniana al punto de que aquí en Guatemala varios (que hoy cómodamente trasiegan sus antiguas posturas izquierdistas) condenaron –me consta- por burguesas y decadentes la obra de Kafka, de Proust o de Joyce, no se diga la de Beckett o Ionesco y no digamos -más tarde- la de Arrabal. A Braque y Dalí ¡ni verlos!, por fracturados mentales.
La obra de arte (al contrario del juicio de los “sociólogos” arriba mencionados) revela la enfermedad humana en el sentido en que delata y descubre todas las carencias, todos los déficits psicológicos y la saudade metafísica: la búsqueda del Ser. Todo aquello que el hombre anhela y que no puede obtener ni poseer ni investir porque es un ser incompleto –un puente tendido entre el simio y el superhombre, que no es- y que muy a su pesar no puede ser. La obra de arte es revelación de la enfermedad mortal (aquella a la que con mucha pasión se refiere Kierkagaard) y que es el documento más transparente de nuestra situación inerme y fragilidad. La obra de arte es la mágica salida que el hombre encontró para burlar el dolor, sus límites mentales y su imposibilidad de conocimiento trascendente.
Este querer ser y no ser (que produce una profunda melancolía y conflicto) es casi siempre el asunto, fuente o punto de partida de todo poema –incluso épico- por eso es que no existe un poema feliz ¡un gran poema feliz! Pensemos en los poemas que nos impactan y que recordamos siempre y veremos que son el espejo melancólico de nuestros sentimientos. Espejos de la frustración y la neurosis y de la búsqueda ontológica.
El poeta, acaso, no sea antena de Dios o para Dios o hacia Dios –como se ha dicho- sino raíz que se hunde en el cieno, en el barro humano más profundamente que los otros asuntos del verso. No sube para nutrirse, sino que baja y baja hasta tocar fondo. El arte nace del punto donde se producen las grandes caídas, el estupor y el duelo y desde allí irrumpe hacia espacios superiores donde el hombre encuentra su redención estética.
El poema se resuelve en dos registros: la realidad y el deseo. Pero es el segundo el que nos tortura, el deseo que es fuente dolorosa del poema. El poema que es doloroso manantial del deseo.
Volvamos al principio, ¿cuál es el objeto del poema, lo social o lo intimista? Lo social cumple un papel en la comunidad. Es su retrato y es su lucha interna por lograr su libertad y puede ser látigo airado contra la injusticia.
Pero el deseo y lo intimista es la fuente inagotable donde la literatura bebe sus mejores vinos. Es el deseo del que se desprende la palabra sabia de los budas. Es el deseo el que nos incita a coagular su furia para no padecer sus consecuencias. Es el deseo que transfiguramos en arte, en poesía, en palabra. No para vivirlo sublimado solamente, sino para simbolizar su tortura en el lienzo y en la hoja donde quedará escrito lo que amamos o que odiamos.
El beso que se anhela en la imposibilidad del sueño o el seno que se niega porque es un deseo vedado y prohibido. Como una cárcel de lumbre.