Siempre que me pregunto por qué escogí la carrera de periodista y escritor –si es que la escogí yo, y no me escogió ella a mí– la respuesta que se produce –casi automáticamente y por asociación de ideas– es la siguiente: ¡porque odio a la muerte, a la finitud! Porque insensatamente tengo afán de eternidad. Porque mi alma, que se sabe finita, que se conoce que no es permanente, sabe también que el único camino de que no sea perecedera (al menos en el tiempo humano) es el de la literatura –y por añadidura la del periodismo– sobre todo aquel que quedaba fino en la memoria de la página impresa y alzable (guardable en los archivos del ayer) que todavía lo es hoy, pese al fiero combate cibernético omnipresente.
La lucha del escritor ¡su batalla fundamental!, es entonces contra la muerte y el fin. Contra la destrucción, contra todo lo que signifique final y extinción.
La literatura y el periodismo –por tanto– odian la guerra, la violencia, la dictadura, el vituperio (el poder desorbitado de los psicóticos paranoicos que se invisten de poder absoluto en una patria indefensa, lábil y frágil como Guatemala). Donde se localicen. En cada lugar en que broten insidiosos. Lo mismo en Rusia que en Ucrania o en Irán en perpetua pendencia contra la igualdad de género.
La literatura y el periodismo construyen el Ser. Y están en permanente contacto con el Ser (o la esencia humana) y acaso no sería arriesgado y absurdo observar que la poesía es el Ser en sí mismo, como en “Arte y poesía” de Heidegger. Construyen (literatura y periodismo) el Ser a nivel individual y también el de la especie humana (ontogénesis y filogénesis).
En lo individual, porque el escritor burla a la muerte en la medida en que hace crecer su espíritu (“Fenomenología del espíritu”) es decir, las más altas manifestaciones de su intelecto. Espíritu que al paso de los años o de las peripecias y avatares del tiempo (y en su evolución permanente) se enfrenta a la muerte y se burla de ella porque el numen del poeta permanece. Porque el alma del poeta pasa a vigorizar la especie –y a potenciar la suma de esas almas humanas en la especie– y es la médula de la cultura. Y a escala filogenética porque el Ser de la literatura es el Ser del tiempo mismo.
La guerra y la violencia son dos de los grandes enemigos de la literatura y el periodismo o acaso los más trágicos e importantes. La guerra y la violencia no encuentran un rescoldo esperanzado en el poema (poema como creación general) sino que al contrario es en la literatura y el periodismo donde lo violento encuentra su mayúscula condena. Pues no se tornan vasallos de ningún “señor” sino que –al contrario– señalan y censuran todo señorío especialmente el de los señoritos satisfechos de la aldea (donde un Presidente-fantoche los representa) como es el caso de este país que hace el ridículo ante las evidencias colombianas. Por ejemplo.
Hay días que somos… (parafraseando a Barba Jacob) que somos tan hartamente pesimistas. Días en que nos dejamos zaherir por los lutos que llevamos –uno encima de otro– cual los sombreros sarcásticos de Maximón. Nuestros días no son ¡claro está!, de vino y rosas, sino de cuervos y campanas doblando doloridos como los del poema altísimo de Edgar Allan Poe. Y por eso –también– la literatura y el periodismo son el Ser –de los momentos del dolor inmenso– de ver a la patria hundida en el corral de muertos de la dictadura.
Cuando el nubarrón –que de cuando en cuando pasa– nos deja un segundo de respiro (en el ancho río de Heráclito) la respuesta –de la pregunta del inicio de este artículo– viene a mis vísceras rotunda y contundente. Escogiste ser escritor y periodista porque es la profesión contra misiles, balas, atentados y veredictos chuscos en el socrático sentido.
Y porque desprendidos de la Filosofía (periodismo y literatura) también son el Ser en el sentido histórico del mismo.