Mario Alberto Carrera

marioalbertocarrera@gmail.com

Premio Nacional de Literatura 1999. Quetzal de Oro. Subdirector de la Academia Guatemalteca de la Lengua. Miembro correspondiente de la Real Academia Española. Profesor jubilado de la Facultad de Humanidades USAC y ex director de su Departamento de Letras. Ex director de la Casa de la Cultura de la USAC. Condecorado con la Orden de Isabel La Católica. Ex columnista de La Nación, El Gráfico, Siglo XXI y Crónica de la que fue miembro de su consejo editorial, primera época. Ex director del suplemento cultural de La Hora y de La Nación. Ex embajador de Guatemala en Italia, Grecia y Colombia. Ha publicado más de 25 libros en México, Colombia, Guatemala y Costa Rica.

post author

Mario Alberto Carrera

La poesía de San Juan de la Cruz me ha estremecido desde siempre, me ha estremecido lúbrica y santa, me ha estremecido como “llaga delicada” impregnada de Dios y de sexualidad cósmica. Y, a veces, por mi honrosa condición de ateo me ha molestado reconocerlo: reconocer que admiro tan profundamente a un santo (el más grande poeta entre los santos y el más santo de todos los poetas) a un Doctor de la Iglesia, al beatífico Doctor Extático, Juan de Yépez y Álvarez, nacido en la provincia de Ávila, igual que su admirada Santa Teresa.

¿Y por qué me incomoda? Es vasto de reflexionar, pero intentemos una síntesis, una condensación de las disensiones y de los armoniosos acuerdos entre mis sentimientos y visión del mundo, de cara a las del santo de las inefables antítesis, como aquellas de: “la música callada” y “la soledad sonora”.

Juan de Yépez y Álvarez es el santo más ardiente, el semidios más inflamado del panteón católico, pero todo aquel ardor fue sublimado y transformado. La carne de tan carne se hizo alma al quemarse en el amor y purificarse en sus cenizas y la libido se transfundió a la energía universal para dejar de ser semen poético y convertirse sólo en semilla de Dios.

Cuando he visto y contemplado al santo en su elevación extática ante el Dios de los católicos he chocado de frente con su beatitud grupal y re-ligante en la que no creo. Entonces Juan de Yépez se aleja de mí.
Pero cuando lo leo y puedo ver en su “Cántico espiritual” o en “La noche oscura del alma” –únicamente amor en incendio- su flama me quema y llega hasta la raíz de mi ser que es primero que nada existencia y vida, es decir, palpitante amor y trascendente amor.

Cuando yo leo: “Oh noche que guiaste, / oh noche amable más que la alborada;/ oh noche que juntaste/ amado con amada/ amada en el amado transformada”. Yo no puedo más que vibrar intensamente en la sensualidad del santo, en la santa espiritualidad carnal de Juan de Yépez. Dejo de pensar en que la amada es el alma y el amado es Dios (en su ars poética) y pienso sólo en dos cosas. En la profunda capacidad de amor sexual (y también platónico) de San Juan y en su capacidad de transformar y sublimar sus ardientes compulsiones en la poesía más sencilla y perfecta que jamás se haya hecho en español.

El erotismo de este poeta es sagrado y por eso hiere más y por eso sus poemas inundan al lector de mórbidos deseos, más que los poemas expresamente sexuales de Rubén o de Verlaine. Hay en San Juan una fuerza libidinal tan contenida, pero que late con evidente furor y con tal evidencia visceral que la sexualidad de la que está investida llega, inquieta, inflama como cuando dice: “Quedéme y olvidéme/ el rostro recliné sobre el amado/ cesó todo y dejéme/ dejando mi cuidado/ entre las azucenas olvidado”, que imprime en esta lira a lo renacentista. ¿Quién puede quedar frío, impávido, sin inmutarse libidinalmente? Solamente un témpano podría sentirse indiferente ante ese: “Cesó todo y dejéme”. ¿Podría otro ser humano describir más sencilla y también más hondamente la posesión carnal que es tan noble y avasalladora como la posesión espiritual? Un cuerpo que es penetrado por otro, un alma que en el éxtasis se deja poseer por Dios, mística y ascéticamente.

Juan de Yépez y Álvarez se encontró con la carne de Dios en la urdimbre del poema y fue carnal y fue santo.

Artículo anteriorOtto Pérez Molina recrimina al exjuez Gálvez por salir del país
Artículo siguienteHace falta actuar como ciudadanos