Mario Alberto Carrera
-Cuadro de costumbres-
Las placeras de la Terminal o del mercado Sur se aprovechan para esta temporada. Ponen el canasto de “alverja” de una vez por las nubes ¡ni que fueran de oro!, dice la marchanta. Pero si sigue así la cosa, piensan la Bonifacia y la Domitila ¡pues ni modo!, tendrá la patrona que dejar de echarle. Pero ¿cómo? Sin su “alverja” el fiambre no es lo mismo, es casi su casa. ¡No, de ninguna manera!, vos confundís el sebo con la manteca, interrumpe doña Adriana, la casa del fiambre sólo puede ser el caldillo. ¡Vos sí que ni gracia tenés!, y da un revuelo y sigue caminando a otro puesto -sin hacer caso de la discusión culinaria- hacia donde está la vendedora de la papa y la zanahoria, para preguntarle:
¿Y vos m´hija, también tenés tan re cara la papa y la zanahoria, como la de la esquina pide por la “alverja”? No señora, sólo vale 10 quetzales el canastillo de cada cosa, dice la locataria de gruesas trenzas con listones de colorines. ¿Y te parece barato eso a vos m´hija? ¿Vos crees que yo sólo me siento y sale el chorro de pisto y ya pepeno la plata. No señora, contesta la del tenderete, pero si quiere lo lleva y si no déjelo “ay”. Total que es tiempo de fiambre y sobrará quien lo quiera llevar.
¡Eso sí es cierto!, tiempo de fiambre, verdura cara. Tema para conversar en cada casa fiambrista. Refunfuño y cóleras. Pero el plato va saliendo y los comensales de variopinta figura van inscribiéndose en la lista de pedidos. La compra se hace cuesta arriba, mas por fin se tiene todo y comienza la “cocedera”. La casa se va llenando por turnos de diversos olores y acaso hasta de tufos, pues a algunos les repugna el olor a pescado y camarón, sobre todo si la patoja está embarazada. Estos olores anuncian a los moradores que el 1° de noviembre se acerca a la velocidad de un rayo y, a todo el mundo, comienza a hacérsele agua la boca, aunque ya se sabe que la dueña de casa a veces cocina ¡tanto!, -entusiasmada por la locura de su colosal proyecto culinario- que pasa y transcurre el Día de Todos los Santos y también el de Difuntos y las enormes ollas, casi peroles para hacer panela, no se vacían. Y todos los días subsiguientes, al almuerzo o a la cena, la pregunta es la misma: ¿no querés un tu poquito de fiambre, m´hijo? ¡No se va a quedar!, ¡”verdá”. Y los últimos puchos se acaban en una tardía invitación a cenar fiambre que la desesperada jefa de familia hace a algunas de sus amigas del cuchubal para acabar de una buena vez ¡y por todas!, con el famoso plato que ya para entonces -6 u 8 de noviembre- ha perdido todos sus diáfanos, transparentes y traslúcidos colores (presenta un rojo uniforme amoratado –tipo curtido de pobre- culpa de las remolachas y otros tintes) y ha sido despojado de sus mejores piezas de carne, pescado, pollo y gallinas, como quien arranca a pedazos y a jalones los frutos de un árbol en pleno parto.
No falta aquel que de tanto comer el primer día ya no puede hacerlo, del empacho, el Día de Difuntos. Y, un poco más, y les va a hacer compañía a estos al cementerio General, “comelón” que no necesariamente tiene que ser frondoso de carnes. Hay muchos gavilanes viudos de manteca y de roscas en sus aguileños cuerpos que comen como huérfanos de hospicio, sobre todo cuando de fiambre se trata.
Por supuesto el fiambre no es siempre –o al menos no él sólo- el culpable de los empachos y de que se tenga que llamar al plomero. También la culpa es de la “cabecera” (del difunto) y de los jocotes en miel. La primera es la coronación de todo 1° de noviembre con fiambre. Si no se come, los muertos vienen la noche siguiente a jalarlo a uno de los pies. De modo que el ayote en miel de rapadura con canela y pimienta de castilla tiene, asimismo, que estar presente cuando el fiambre ha sido totalmente devorado, para poner su nota dulcemente oscura a los postres, y si aún queda una pequeña oquedad en el estómago hay que entrarle a los jocotes en miel bien conservaditos en almíbar umbroso como la “cabecera”.
Una casa fiambrera o fiambrista un 1° de noviembre es inconfundible… Toda ella es ocupada por el plato ¡claro que sí! Ha de saber usted, lector, que el fiambre no sólo requiere su arte y exige como he dicho un gran trabajo desde días antes, sino que el propio día las casas fiambreras –grandes o chiquitas– están copadas por platos y platos asimismo grandes y chiquitos. No se le echa todo de junto al fiambre. Cada azafate, cada platón o platico hay que fabricarlo y hacerlo en el momento, si no, no tiene esa gracia esa frescura y ese plasticidad (verdadera obra plástica según cada casa) que lo han hecho famoso. Un plato de fiambre bien decorado y nutrido acaso sea tan agraciado como un cuadro alegre de Dalí, si es que pintó algo festivo a lo largo de su vida.
Las rodajas de huevo duro por aquí, las rosas de rábano por allá. Las piezas de sardina en la mesa del aparato de sonido, las sardinas como las remolachas no se deben revolver, sólo han de ir encimita. Y los trozos de queso de Zacapa en el trinchante haciéndole compañía a las rubias pacayas y al rubicundo camarón en finas lonjas por lo caro que está. Pero hay que ponerle aunque sea un su poquito.
La señora corta los últimos trozos de sus mejores ingredientes (hermosas partes de pechuga de pollo, por ejemplo) para el adorno. El señor se relame y tiene presta la de ron y las cervezas bien frías. El fiambre es motivo de fiesta y de ponerse un poco socadón. Ya a las tres o cuatro de la tarde las discusiones sobre quién podrá ser el próximo presidente llegarán a volumen estridente. Para calmarlas lo mejor será tener a punto la taza de café hervido y los jocotes en almíbar oscuro y la “cabecera” hundida en trozos grandotes entre la oscura miel de la rapadura.
Hacia las 10 y 30 u 11 se prueba por última vez el caldillo cuyo sabor y perfume en completa madurez se logra por el medio día. En la mañana se tiró el vinagre en el que estuvieron curtiéndose un poco las verduras para esperar ansiosas el peculiar aderezo.
Probame si tiene suficiente aceite m´hijo dice la madre cuyo paladar está casi atrofiado de tanto saborear o al menos saturado después de dos o tres días de estar sintiendo los vapores del camarón, del pescado o la cecina. Mirame también si tiene suficiente sal y si su punto de acidez está en lo justo. Creo que falta echarle otro poquito de ajo crudo, bien machacado, pero no sé porque a algunos no les gusta, como a Isabel la Católica.
Las calles están colmadas de transeúntes y los carros con conductores portando platos tapados con papel encerado. Todos llevan en las manos su azafate de fiambre, o regalado o comprado. De una casa a la otra las señoras se lo intercambian para luego discutir a quién le sale mejor.
La calle, los autos, la gente con platos de fiambre en las manos. El festín culinario de las clases media y alta, el 1° de noviembre está en su plenitud. Todo costó caro pero allí está convertido en placer, en sensualidad golosa, en goce de todos nuestros sentidos. Mas el plato no transita, de veras, por todas las calles o carreteras de la República. Hay muchas en las que su tráfico es prohibitivo y a las que sus exquisitos olores no llegan. Aunque todos en el país saben que existe, saben que huele, saben que encanta.
Sueño con que este cuadro de costumbres -que he elaborado para usted lector- se extienda y se haga más chapín aún. Con que se dilate y alcance las cumbres y los mares; con que se alargue y se extienda popular. El fiambre contiene en su médula el color de Guatemala y el color de Guatemala no puede ser para unos cuantos privilegiados, sino para todos.
Cuando este cuadro de costumbres haya trascendido mi casa y haya invadido la montaña y la laguna, el fiambre chorreará su aroma general para procurar la placidez estomacal no sólo de unos cuantos, sino de la equidad geográfica que queremos.