Mario Alberto Carrera
Uso la hoja de papel (que podría ser “la hoja en blanco”) para escribir a mano –cuando sospecho que lo que pugna por salir no cuaja bien- y la computadora –que para mí es sobre todo una máquina de escribir- cuando estoy casi seguro de que el texto que debo publicar está en camino y de facto. Pero ésta confesión tan fácil y tan llana -y sin que aparente martirio o padecimiento- debo asimismo decir que, tras muchos años de escribir columnas ¡muchos ya!, “la hoja en blanco” sigue siendo una tortura -casi un martirio- cuando la palabra queda emboscada y no fluye como el agua borboteante de un torrente.
Escribir es casi siempre un hecho donde convergen opuestas direcciones e inquietudes. Es un placer el texto finalizado, acabado, a gusto. Verlo de cuerpo entero con apartados o parágrafos vibrantes de plenitud y variopintas expresiones emotivas. Un “ser” en toda forma, en toda su magnífica y razonadora emoción.
Pero -en otras ocasiones- el artículo o el capítulo narrativo se oscurecen, caen en un fondo oscuro de aparente no resarcimiento. Bellísima expresión (aunque doliente) lo de quedar verbalmente en una trampa porque así es: una trampa de palabras en que todo queda ensombrecido o mudo. La palabra o el enunciado o el término no acuden como quisiéramos a la mente y la pluma no corre sobre el papel, o los dedos quedan mudos sobre el teclado siempre dispuesto al movimiento.
La trampa terminológica -al no resolverse y liberar- no deviene placer alguno sino tortura y congoja. Y es cuando desesperados pensamos que cada línea es un tormento, un sufrimiento, una congoja. Esto ocurre –hay que subrayar- cuando tenemos una verdadera conciencia de la tarea verbal, del privilegio de escribir y es como cuando –en un nigérrimo relámpago- planteo la duda de para qué escribir si es mucho más fácil hablar, sobre todo también sin respetar las maneras.
Es allí, y así, cuando nos damos cuenta de lo falaz que resulta decir “que para escribir bien hay que escribir o redactar como se habla”. Hubo aquí un filólogo –y profesor de esta materia, para más descripción de origen español- que sostenía ese fraude, esa letal ficción ante la cual yo siempre he sostenido y sostengo que muy rara vez se logra tal epifanía: la de que lo escrito vea la luz tan fácilmente como cuando hablamos ¿o es más bien un parto de aflicciones?
Cuando hablamos cometemos errores y fallas sin número empezando con el repetir una o la misma palabra muy cercanamente. Y no pasa nada. Cuando escribimos -para cometer el grave pecado de publicar- tratamos de que algo tan común en la oralidad (la pobreza de vocabulario en la repetición) no se presente ramplona en la escritura.
Cuando hablamos empleamos mal los tiempos verbales o decimos una palabra cuando en realidad quisiéramos haber dicho otra, rindiendo culto a la asociación de ideas que proclamó Freud como acto fallido. La pronunciación ¡no se diga!, es también causa de yerros -sobre todo si somos caribeños o andaluces. En fin, que es un milagro que la comunicación oral se produzca -con tal cantidad de canales a la disposición- en un comunicarse que, en algunos casos o en muchos, resulta babélico.
Aun en la forma más sencilla de la escritura –el periodismo- encontramos constantes fallas, desaciertos y naufragios gramaticales. ¿Cómo sería si el periodista en vez de publicar acudiera a la comunicación verbal transformándose exclusivamente en emisor verbal? Sería un galimatías. Y tal pasa en la radiodifusión.
Pero fue “la hoja en blanco” o la pantalla nívea las causantes de que empezara esta disquisición caótica, este ensayito sobre la tortura que es cuando lo que queremos escribir se nos entrampa y no fluye.
Hablar digamos que es lo normal y escribir lo “anormal” o anómalo y artificial. La mitad o la tercera parte de los habitantes de Guatemala no lo realizan nunca en su vida y a veces asciende esta suma a mucho más del 50 por ciento en áreas donde asimismo la población indígena es muy alta y menos torturada por la imponderable cultura de Occidente.
La literatura angustia es
La palabra no salta al papel o a la pantalla como la ola lo hace en mares procelosos. A veces se atora o se entrampa y entonces -o hasta entonces- sabemos y nos damos acongojada cuenta que escribir y angustia son lo mismo. Y que tortura y literatura son una coyunda donde el divorcio no existe y donde tal pareja fatal no se separa jamás sino en los umbrales de la muerte donde acaba toda emoción tormentosa.