Mario Alberto Carrera
Irrumpió sin prólogos y sin explicaciones. Era absolutamente indispensable para la oligarquía feudal. Recorríamos la oscura noche aún más desahuciados que San Juan de la Cruz y los antiguos criollos pensaron -en la antesala del infierno- que él, y sólo él, podría reconstruir y remozar los antiguos campanarios, las viejas haciendas como Cayalá y los latifundios coloniales –encomenderos- para las nuevas generaciones de señoritos satisfechos.
Irrumpió sin más y a secas. Como todas las fieras del trópico de Arévalo Martínez. Por pura casualidad no se llamaba Pedro Páramo y Eriales, sino C.M.A.O. Un verdadero coronel (luego general y cómo no). Alguien para poner orden donde hace falta, uno de esos señores dictadores que no piensan ni en las almas ni en las vociferaciones populares ¡sino en el deber! En el ciego deber de acabar con ruidos, berrinches, gimoteos y manifestaciones, aun cuando para lograrlo haya que fecundar de horror setecientos camposantos. Sí, fecundar de huesos y de tétricos abonos –en fosas tan comunes como el alarido y el llanto- donde el hambre carcome, en el país de la diversa violencia y en la subcultura de la muerte infantil.
Como todo militar, enamorado. No podían faltarle las actrices, ni las cantantes, ni las abogadas, ni las Adelitas. A todas ¡por tierras y por mar! ¿Y cómo no?, si el coronel era joven aún –guapetón de Oriente- y tenía tantas preocupaciones -que la reconquista del reino generaba- que había que compensarle con carne fresca o que lo aparentara.
Su mejor actuación: Adelantado en las tierras subordinadas y alebrestadas –entonces- de Zacapa, con puntas de playa en Izabal. Acabó y recontra acabó. Y cuando ya no pudo acabar más con la vida, una corona presidencial ciñó su testa de alacranes y convocó su destino borboteante de dinero. Fue el premio (de la oligarquía) por tanta paz que puso en nuestras cárdenas almohadas y en nuestras apacibles pesadillas; y el premio por haber soportado ¡con tanta bizarría!, la conducción de un Gobierno paralelo –al del más tembloroso entre los temblorosos- el licenciado Julio César Méndez Montenegro.
Pacificó el Oriente –sacrificado él, muy entregado él a los intereses de las élites- mientras nosotros matábamos el tiempo en la boite Emperador de la Plazuela España. Zacapa y sus sierras y montañas junto a Izabal, fueron aquietándose (¿Adiós a las armas?) al ritmo de su fuete y de su discreta y suave voz reconciliante, y no quedó en la sierra ni en la montaña del Mico ni en el calor de la Fragua un solo subversivo que se atreviera contra el señor coronel, contra el adelantado de los señoritos y los encomenderos.
¡Que para eso lo pusieron, para ennoblecer el crimen y los cementerios clandestinos! Contaba con la ayuda de Esquipulas, Esquipulas siempre ha estado de parte del orden y en contra de los revoltosos estudiantes. Ya Castillo Armas había recibido sonoro espaldarazo en ese templo, basilical santuario de la derecha extrema, protector alcázar de los intereses coloniales, donde las oraciones populares se esfuman –en el calor de la tarde- intrascendentes.
El tiempo ha ido obrando el milagro de olvidarlo. Pero su calcinadora huella es tanto indeleble como imperativa. Su andadura monta tanto como el más importante coronel de la historia –de nuestra historia-: largo proceso de inmersión, opresión y olvido. Pocos como él para encarrilar la hacienda del conquistador y para realizar el prodigio de la purgación en el rápido tajo de la muerte. ¡Cómo ha de ser!, como lo anhelaba Guatemala colonial, como la sumisión ingente nos ha exigido y enseñado.
¡Qué más podríamos desear!: Un tranquilo cementerio para disfrutar –entre discretas cruces XX- nuestra eterna e inefable primavera e Independencia.
Ah, y se llamaba Carlos Manuel Arana Osorio.