Mario Alberto Carrera
La vida de Cervantes fue un acerbo erial.
Un tortuoso camino donde la ausencia de reconocimientos y la indiferencia de los poderosos (a quienes dedicó no pocas obras sin provocarles asombros ni gratitudes) sembraron en don Miguel un terreno en el que brotaron más lamentos que satisfacciones: cárcel, denuestos, alegaciones con la justicia ¡por unos cuantos doblones o escudos!
Hoy la gloria de Cervantes sirve para colmar de merecimientos a toda España y a todos los que en español hablamos. Pero en vida Señor, en vida el autor de La Galatea tuvo que escribir El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha para poder llorar su abatimiento y degradación humana y social mediante ese colosal relato. Para mitigar y desahogar las llagas que la sociedad, los reyes y los militares bajo los que sirvió (porque soldado fue) y hasta sus amigos y escritores, grabaron indiferentes en su alma. Hasta convertirlo y hacerlo insigne pesimista, como el otro Miguel, el De Unamuno.
Los superficiales (que siempre quieren reír y gozar) convirtieron hábilmente a Don Quijote en el arquetipo del que vive de plácidos ensueños y realiza nobles afanes sin provecho propio. ¡Pero es mucho más que eso! Don quijote es más bien el arquetipo del que escapa de su realidad (e inventa otra) porque ella es acongojantemente invivible por causa de la indiferencia, la envidia el egoísmo, la mezquindad ambiente. Escapa leyendo libros de caballería. Pero este primer plano evasivo no le satisface, porque los zarpazos de la realidad eran tan agrios que había que evadirse más: hasta la fantástica locura.
Por ello Cervantes resuelve convertir a su personaje en loco y hacerlo caballero andante. Para que loco diga pero sobre todo haga lo que el escritor no se atreve a pronunciar de modo directo ni menos a consumar. Mediante un loco y sus fantaseos alucinantes Cervantes evacúa la amargura que lo anega, anticipándose a los grandes escritores expresionistas modernos como Beckett, Kafka, Joyce o Proust que viven el terror de los productos de su inconsciente (hoy freudiano) y convierten sus obras en la expresión de patologías psicológicas.
Si el hoy famoso Manco de Lepanto hubiera escrito su propia vida con intención de denuncia, el rey no le habría dado licencia para publicarla. Podría pasar por un testimonio demasiado subversivo y como Cervantes conocía muy bien los vericuetos sucedáneos de la obra literaria inventa un loco que, entre broma y veras, se atreve hasta con los Duques que prometen a Sancho la ínsula Barataria. Puede que provoque a risa, pero aquel hidalgo más bien viejo, ya cercano a lo decrépito y a ratos esperpéntico, en el fondo llama a llanto. Acongojan –bien pensado- sus penas, su condición social de hidalgo desclasado, sus ansias delirantes de grandeza.
La mayoría de lectores ríen cuando Don Quijote confunde a las cabras y ovejas con ejércitos y las ataca. O cuando cree que las criadas de la venta –donde lo arman caballero en la Primera Salida- son finas dueñas de noble sangre. Pero subyugados por el humor y la comicidad, no calan el plano más profundo de la exclusión en que narrador y personaje protagónico se debaten. Una exclusión que Cervantes experimenta desde antes de nacer (por su familia) que percibe toda su vida y que lo acompaña hasta morir en la condición social de un miembro de la clase media del siglo XVII que, sin pasar hambre, sí pasa dificultades y conflictos familiares.
Yo nunca me he podido reír con este libro. Me parece que invoca y provoca llanto y no risa. Alonso Quijano huye del mundo por inveteradas lecturas para caer en un sueño alienado donde recibe más látigo y vituperio que cuando era cuerdo, pero ya no siente igual. Crea su propia realidad. Su mundo inviolable. Un refugio bifronte donde el escarnio no lo alcanza porque lo olvida en un ensueño nuevamente virginal y terso.