La Historia sólo retrasa al olvido. Por otro lado, compone y escribe ¡hasta novelescamente!, aquello de lo que trata de guardar memoria ¿qué clase de memoria sería tal?
Hay dos vertientes que se oponen entorno a lo que puede ser el olvido. Una dice que el pasado no existe y la otra que ¡sí!, que de alguna manera, sí, registrado en la historia, en los anales, en los recuerdos, en la literatura, en la poesía y en todo aquello que es huella como las mágicas pinturas rupestres de Altamira y Lascaux.
Pero entonces por qué se puede también señalar, con cierto significado y sentido, que el pasado no existe, es decir, que no hay memoria de lo que ocurrió, que tarde o temprano todo es tragado por, como se suele amargamente indicar, la espesa y oscura “noche de los tiempos”.
La Historia mentirosa, objetiva o novelescamente, va dejando registrados algunos hechos que creemos -al verlos escritos en sus apolilladas hojas- que adquirirán naturaleza de inmortales… Pero ello es sólo una ilusión. Nada mortal es inmortal.
La verdad, acaso, es que la Historia sólo retrasa el olvido. El hombre vive de fantasía en fantasía para no ahogarse en la amargura de su insignificancia. Ha inventado archivos, bibliotecas, hemerotecas. Filmotecas, microfilms y memoria digital y virtual para que todo quede testimoniado y protegido del ocaso de los tiempos. Pero, pasados 500, 1000 o 3000 años ¿quién volverá sus ojos sobre lo que dejó escrito X historiador sobre las novelas guatemaltecas que se publicaron entre los años 20 y 40 del siglo XXI, por ejemplo? Nadie, porque nadie 3000 años después de la civilización Mesopotámica puede recordar el nombre de 10 de sus reyes. O de cinco de los ministros de Estrada Cabrera. Y así pasará con nosotros por más que creamos que por conducirnos en un Mercedes Benz de medio millón, con placas oficiales, diplomáticas o de rico o luciendo el inmerecido título de Presidente ya hemos pasado a la Historia… A la Historia nadie pasa porque tal tránsito es un relato kafkiano -como el de El Castillo- al que no se accede jamás bajo la forma de la condición humana.
Otros, de alucinada imaginación (pero no artística sino vanidosa y sobre todo plena de mecanismos de compensación psíquica por los que se escapan de la realidad, aunque parezcan muy normales) sí creen en la existencia de la Historia, en su trascendencia, en su utilidad. Es más: se creen que están haciendo Historia y con bombástica voz, al intervenir en un acta del Congreso, indican vociferantes: “que quede muy bien explicado y razonado mi voto para la Historia”.
A mí me encantaría tener tal optimismo. Sentirme tan importante. Experimentarme tan exuberante, inmortal y descollante. Y vuelvo otra vez a la misma idea para restregarla: Sólo 70 años después nadie se acuerda de cómo estuvieron integrados los gabinetes de Ubico, pocos saben algo del dictador de los 14 años, menos del de los 22 y menos aún del absoluto dictador y capitán general Rafael Carrera.
La Historia son papeles que casi nadie lee porque fueron escritos tendenciosamente. Interesa a la mayoría la veleidad del presente, porque no sabemos si el mañana existirá. Conviene recordar que el hombre sobrevive en una balsa frágil y móvil que no tiene pasado, presente ni futuro, pero que se imagina -en sus delirios de alfeñique- trasatlántico insumergible y blindado de virtudes, inexpugnable, inquebrantable. ¡Cuán fascinante es la rocambolesca condición humana!
Yo voy caminando ¿sobre la Historia sonámbula?, de quienes me acompañan en este segmento del viaje en la nave Tierra. Todo me parece fantasía y a ratos pesadilla. El camino es circular. A ninguna parte lineal nos conducimos. El tiempo también es circular. Vuelve y vuelve. Y nosotros también y no somos nadie.
El tiempo es circular y en él se desenvuelve el Ser para tornarse a envolver. El noúmeno ¿es imaginación o realidad cósmica? Chi lo sa.
Acaso lo sepa el lóbrego impacto de lo imposible.