Mario Alberto Carrera

marioalbertocarrera@gmail.com

Premio Nacional de Literatura 1999. Quetzal de Oro. Subdirector de la Academia Guatemalteca de la Lengua. Miembro correspondiente de la Real Academia Española. Profesor jubilado de la Facultad de Humanidades USAC y ex director de su Departamento de Letras. Ex director de la Casa de la Cultura de la USAC. Condecorado con la Orden de Isabel La Católica. Ex columnista de La Nación, El Gráfico, Siglo XXI y Crónica de la que fue miembro de su consejo editorial, primera época. Ex director del suplemento cultural de La Hora y de La Nación. Ex embajador de Guatemala en Italia, Grecia y Colombia. Ha publicado más de 25 libros en México, Colombia, Guatemala y Costa Rica.

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Mario Alberto Carrera

Unos recuerdos malva como el tiempo y la vida –en que partiste– que me invaden. Latidos cercanos a mis manos para decirme que mi propio tiempo ha descendido, que el oculto mar está cercano.

Me aproximo al  viejo pozo y presiento los misterios que de antiguo me acongojan. Ahora ya no son solo los tuyos, en el mortuorio lecho, sino también los míos cuatro décadas después. El pozo no ofrece sólo su boca humeante de sueños, sino asimismo el camino atropellado del pasado en que fui joven.

Es mi retrato ahogado en la laguna penetrada de recuerdos. Son los años que se fueron frívolos y que ya no puedo hacer volver. Es la vida recóndita y secreta. Eras joven tú.

Es mi tiempo perdido y proustiano (que hoy que cojo un libro a ciegas, con tu nombre, y entre muchos otros en la enorme biblioteca, me recuerdan tu muerte) en su fantaseo de tiempo con el mío. Sólo que yo ya no soy un treintañero que pudo sostener con cierta valentía los crespones que crisparon las paredes. Han pasado desde entonces 40 años y un viejo que comienza a balbucir aparece con disimulado gesto en el  azogue.

40 años que se fueron veloces y como escurridos entre el follaje troquelado en la laguna –madurez y juventud que casi no se experimentan– una sola explosión de llanto y risas en requiebro, casi inaudibles. Los viajes a Amatitlán y su profundo espejo de castillos almenados y de oscurecedoras hiedras. Viaje al espacio sideral de aguas azuladas. Dominicales músicas que eran de cristalizado encanto para nuestras encendidas vidas de pareja.

Ayer en que era joven yo –en la laguna– y tú viejo –para la despedida–  un poco tempranera, prematura, verde. El azote cayó cuando yo aún tenía juventud pero hoy que me acojo a tu recuerdo con el libro entre mis manos, veo que es cercana a mí que se encuentra: brocal sin fondo, pozo de espumas grises donde yo –sin ti para atenderme– caeré en el sueño sin que nadie mis ojos cierre. Eso me obsede, me rodea y me detiene en la idea envolvente y compulsiva ¿quién estará cerca de mí cuando la flama se aproxime?

Amatitlán de noche y la floración de siemprevivas, flor-de-muerto. Las mando a cortar para hacerte un té resucitador, me han dicho que acaban con el cáncer, como el polvo de serpiente que me traen de Zacapa. Todo eso complementario porque en el mejor hospital te tratan con la más abrasadora quimioterapia que te hace arder el alma para mi pesar y para mi castigo. Y yo al canto.

Contemplo el florecer de las siemprevivas. El agua del lago es tan tonificante y la tierra roja y las flores secas coloridas y de matices estridentes me impiden pensar en tu muerte tan mustia y pálida. Sin embargo, hoy recuerdo aquella imagen de tu viaje en un octubre fulgente, lúcido y resplandeciente que sobre el lago se retrata en una foto de luz, que parece negar lo que ocurrirá en diciembre, en el diciembre de tu muerte.

Ya mi piel –como la tuya– se estría. ¿Es mi muerte que se acerca? Como llegó la tuya aquel año en que se fueron tantos del satánico país en que se convirtió la patria.

De tanto pensar en ti (que es en mí) he vuelto a tener sueños monstruosos “que la razón crea”, de muerte y de suicidio y al despertar me doy cuenta de mi soledad en la inmensa ausencia de tu muerte.

He tenido ásperas, desmesuradas y aterradoras pesadillas tratando –ya en el seno de ellas–  en forzarme a soñar en tu agonía o la mía que ya no está lejana.

40 años se han ido como una exhalación de frío, como un rayo que centella ausencias. Y yo ahora –sin ti– siento la oquedad del sueño en que regresas. Un sueño de melancólica añoranza que se torna saudade de sí mismo. Esto es soledad y miedo de estar solo en el momento en que volvamos a encontrarnos: el de mi propia muerte.

Me he quedado solo y me atormenta la sensación de no estar más acompañado. Espero que el final sea muy breve y sin hiperbólicos.

Adioses. En realidad casi no tengo de quien despedirme. Con el tiempo amigos y parientes se quedaron en algún recodo del camino que ahora quisiera encontrar sin muchas ceremonias.

El final tiene que ser como el fin de todo: sin reparos. ¿A qué recurrir a los adioses dilatados? Sólo me queda la tortura de tener quien –en la hora del mayor frío– pase su mano sobre mis ojos para siempre.

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