Mario Alberto Carrera
La ceguera impuso a su rostro una expresión de ausente.
Daba la impresión de que ya no estaba en el mundo, aunque siguiese moviendo su encorvado cuerpo sostenido por el infaltable bastón de Tiresias mucho antes de dejarnos para siempre en 1986. Párpados carnosos y de colgante piel, desde donde pendía una mirada que ya sólo veía para adentro, para su propio Aleph. Borges vivía en un mundo propio y de ausencias desde sus ojos sin luz. Sin querer decir con ello que su mundo era el de la esquizofrenia. Era el mundo de los que inventan el mundo para que los demás mortales podamos sobrevivir en él.
Gran nariz de anchas ventanas que podía haber estado muy bien sobre la cara de un sileno o de un centauro, que a él quizá le hubiese gustado ser, pero que reprimió porque las Yocastas (como su madre) prefieren niños dóciles, estudiosos, ensimismados.
Una boca ancha más bien fea, ancha y de labios gruesos pero no sensuales sino abelfada, equina. En conjunto, una cabeza y un rostro muy alejados de la belleza o al menos de la hermosura, porque toda la belleza y la hermosura que poseía se revirtieron a su interior. Pese a su enorme fama y su genio reconocidos ya desde los años 20 del siglo pasado, no tuvo fortuna en el amor con las mujeres. La sombra castradora de la madre terminó de marchitar sus impulsos siempre sublimados.
¡Por eso hizo la obra que hizo! Decía Balzac que cada mujer que amamos es una novela menos que escribimos.
Hoy inserto literariamente su rostro en este espacio irónico, melancólico, y cuya sustancia es a veces la nostalgia y, a veces, la ira porque Borges en el sitio donde esté (si es que existe un sitio para la almas que no sea la memoria de los vivos) se encontrará en estos momentos enfadado o acaso iracundo: Editorial Seix-Barral publicó un libro que él tenía prohibido que se reimprimiera: El tamaño de mi esperanza, que sólo circuló una vez, en 1926 y que con el tiempo ya no le pareció de la estatura y la firmeza de aquellos textos que redactó cuando se había convertido ya en el vidente-invidente-Tiresias. Ojos entreabiertos dando la impresión de mirar un horizonte que sólo puede enfocarse desde una nave espacial. La nave en que viajó para conocer El Aleph que sólo esos ojos ciegos, de caídos párpados carnosos, eran capaces de erigir.
Desde la oscuridad se puede penetrar en el noúmeno y llegar hasta las esencias conmovedoras y estremecedoras que pudo ver sin ver Jorge Luis Borges. Un ser que vio tras el telón de la muerte, sin necesidad de morir. Un ciego que en vida conoció la eternidad.
Una impresión de caos inexplicable e inexplicado se apodera del lector -y lo acompaña con un sentimiento opresivo- por ese terrorífico dédalo que construye Borges con una precisión metódica y organizada pero invisible. A diferencia de Kafka que proyecta en su obra el reflejo perfecto de una angustia personal. O de Poe, que se sirve de la escritura para expresar su enfermiza esquizofrenia. Borges, en cambio, emplea lo fantástico como herramienta que se adapta exactamente a sus búsquedas literarias y estéticas.
Reconocida su capacidad para reconstruir metáforas estéticas de trascendencia literaria, El Aleph agudiza la trama y las situaciones personales que cada protagonista-lector debe afrontar. En sus cuentos, los desenlaces justos nunca pierden la sensibilidad característica que lo identifica. El estilo es el propio de un hombre que ha buscado una meta con abundante empleo del artículo y los pronombres personales, de términos imprecisos e imágenes vagas. Todo ello calculado, escogido y que obtiene como fruto un milagro geométrico, riguroso y, al mismo tiempo, significativo y sugerente.