Mario Alberto Carrera
Días estos para reflexionar en torno a la vida y la muerte, se sea cristiano o no. Para mí son adecuados por el clima de paz y amor que invocan las melodías navideñas y los villancicos que recorrieron mi infancia. La música es la vena que, palpitando fuerte y hondo, recorre los entresijos de la mente para extraer un pañuelo de ternura.
Y fuerte y hondo se escuchan por todas partes estas cancioncillas que llenan el ambiente de chinchines, campanas y conchas de tortugas. Fuertes son los días de Navidad para evocar el pasado cargado de sentimientos tristes o felices. Pero no sé por qué irrumpen tal vez más los que me llenaron de pena. El tiempo ha pasado y el pasado va lijando con el presente el espanto y el sueño y va quedando en mí sólo el alegre campanerío de las iglesias que en aquel tiempo llenaron mis días de belenes y de regalos. Siempre los regalos cargados de anhelos estaban esperanzados en mi corazón que deseaba un tren, una pistola, una bicicleta,
Vuelvo a escuchar la musiquilla de Navidad en el entorno de hoy. Cuando ya estoy en plena madurez y la vejez se presiente y me llena de tranquilas pero también de crispadas reflexiones porque la guerra y la enfermedad ahuyentan las canciones y los ecos campaneros.
Llega la vida con un belén, con un nacimiento, con un pesebre que rebosa de futuros y esperanzas. Pero en estos días –recios como los de la Santa- pregonan exterminio, estertores y alientos finales.
Arriban las Navidades con un ígneo cinturón de pérdidas y enfermedad. Una variante nueva difunde su destrucción y devastación y estragos. La ruina y la desolación campean y llenas las calles navideñas con su terror y alarma. Las calles callarán y callarán los cantos. Las posadas quizá no salgan y se pidan hospedaje a sí mismas. Un velo de triste cascabeleo caerá sobre las voces que cantan un renacimiento en el recién nacido.
Un viento triste y doliente recorrerá nuestros cantos (o sus recuerdos) porque estamos recorriendo más bien el vía crucis. La pandemia ha dado un nuevo brote, una nueva variante proterva que silencia aún más lo bullanguero. Pero a ratos cantan dentro de mí algunas navidades vitales que de un manotazo derriban la tragedia ¡y vuelven las campanas a doblar apasionadas!
Esta Navidad el hambre es pavorosa en Guatemala. Porque el pavor se inserta cruel en un inmenso número de guatemaltecos. El pavor es el miedo intenso. No es entonces una hipérbole porque en efecto las carnes famélicas de más de la tercera parte de este país está siendo mordida de manera temible por el hambre.
¿Cómo tener feliz Navidad tan lastrados como vamos con esa carga en las espaldas? Menos mal que en mi soledad ni lo festivo ni el derroche caben. Pero sigo no obstante con atención lo que acontece. Soy una ventana más abierta a la pobreza que a la riqueza. Me basta con lo necesario y un poquito más para la sobrevivencia. Pero esa ventana abierta a las cuitas del mundo me hace resentir con creces la indigencia estrecha que sacude a Guatemala. Arrastrado por el mundanal ruido del que huía Fray Luis, casi me he dejado convencer por el redoblar de campanas belemitas para escuchar chinchines y sonajas.
Pero una noticia en un diario de estos últimos días de diciembre me estremece y me vuelve a arrastrar al personal dolor de vivir y al dolor de vivir colectivo que no es fácil para la mayoría en el mundo y en esto se incluye a nuestra patria que por las venas de la tierra nos transfunde su miseria.
Dice la noticia del diario aludido que Guatemala alcanza cifras récor de “inseguridad alimenticia”, para decir que la hambruna nos cunde. Que el hambre nos retuerce el cuello sin esperanza alguna.