Mario Alberto Carrera
Pocas cosas impresionaron tanto tu primera juventud como la lectura de la constante queja de Federico por tener que escribir –con esa enjundia que le brotaba con desmesurada hondura- invadido de fortísimos dolores de cabeza efecto –en parte- de una miopía que casi le obligaba a adivinar lo que leía -con tantos padecimientos físicos- que cada línea para él era no un dardo en la palabra, sino un dardo en la pupila.
Otro que asimismo te conmovía y te hacía sufrir por su vida era Fedor que sumaba a su larga lista de patologías físicas, otras psíquicas y, además de ello, las condenas carcelarias, la persecución imperial, Siberia o la insidia política de la época de El Jugador.
Siempre te has dicho que con una pequeña parte de esos azotes físicos y mentales, ¡tú habrías abandonado de inmediato la literatura!, porque escribir no es un placer edulcorante y menos perseguido por una epilepsia o una leve esquizofrenia que hacen estallar la cabeza.
¿Sibarita, epicúreo o sensual?, estos son rasgos que has analizado muy bien en ti y lo que sí de cierto tienes respecto de ellos, es que debes hacer un mayor esfuerzo que los demás para sentarte a escribir cuando hay un dolor de cabeza por una depresión que lleva encuevada varios días y que no quiere mostrar la garra. Y hasta por un resfrío que te hace escribir cabeza con ka y olor por amor.
Nunca has podido entender como Marcel –hundido en espantosas crisis de asma, que paliaba con muchas tazas de café- fue capaz de dar doloroso fin a una obra tan orgánica que no sólo asombra por la sabiduría que derrocha, por la prosa en que fue adamantina hilvanada, sino por ese ritmo suyo tan singular (pura poesía) que jamás revela al eterno enfermo que Marcel fue y al perpetuo infeliz que Proust arrastra cadavérico y saturniano por su vía dolorosa.
Hace unos días tuviste una cosa de nada, una laringitis levemente complicada si se quiere y no pudiste salir ni de la cama ni de la casa por cuatro días exactos. El dolor de cabeza era bestial, el cerebro te estallaba, la visión era de plata y no querías sino dormir y dormir como si te hubieras comido en un banquete todas las benzodiacepinas del mundo.
Y te preguntase: ¿cómo te habrías encontrado mejor, con una compañera o sin ella? Y de todas maneras hiciste lo siguiente y, en las actuales circunstancias, solitario: llamaste a la farmacia y te trajeron las medicinas. Como siempre, has sabido inyectarte sólo. Las recetas estaban en su punto y no necesitase auxiliar de enfermería. Todo a pedir de boca: los jarabes, las pastillas y las cápsulas de todos los colores.
Sin embargo, todo ello te hizo pensar en tantas cosas, pero sobre todo en algo muy especial. En tu nueva condición humana: en el otoño y en el invierno cuyas briznas y goterones se comienzan a descolgar lentamente por el lado de la ventana de las buganvilias. En la soledad de los enredos y los lirios.
Y te duele el vientre y la soledad y te duele la cabeza en la soledad y te duele cada vez más la articulación de la rodilla o del hombro. Va pasando la vida, te dices. Sólo quieres que cuando ella te recoja nada sea aparatoso, sin ayes acongojantes, en medio de una sinfonía de verdes, cafés y azul marino que te recuerden más cuando naciste y menos el fúnebre anuncio de tener un pedacito de tierra para toda la vida y para toda la muerte.
Esta semana te ha dolido como nunca trabajar. El pecho desgarrado -y la doliente cabeza entre el yunque del dolor- te hizo sudar los pensamientos. Trabajar con humor melancólico a veces ayuda. Poe decía que era el principal perfume de su poesía.
El aroma del poema del poeta y el dolor de cabeza te guían al paisaje umbroso de tu labor y del inmenso erial de la vejez y del final que ya se anuncia.