Mario Alberto Carrera

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Premio Nacional de Literatura 1999. Quetzal de Oro. Subdirector de la Academia Guatemalteca de la Lengua. Miembro correspondiente de la Real Academia Española. Profesor jubilado de la Facultad de Humanidades USAC y ex director de su Departamento de Letras. Ex director de la Casa de la Cultura de la USAC. Condecorado con la Orden de Isabel La Católica. Ex columnista de La Nación, El Gráfico, Siglo XXI y Crónica de la que fue miembro de su consejo editorial, primera época. Ex director del suplemento cultural de La Hora y de La Nación. Ex embajador de Guatemala en Italia, Grecia y Colombia. Ha publicado más de 25 libros en México, Colombia, Guatemala y Costa Rica.

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Mario Alberto Carrera

El sexo masculino –como paradigma cultural– tiene indudablemente mayor prestigio que el femenino. Pero conviene hacer notar que la mujer goza de un prestigio –que no se puede someter a ninguna clase de duda– y es el colosal de no haber conducido a la especie al desastre en que irrescatable se halla.

El desastre es sin duda más pronunciado en los países subdesarrollados como el que enclenque y hambrienta Guatemala asume en la danza universal del “metaverso”. Nunca quizá como ahora la necedad (que es lábil) había exprimido tanto el alguna vez carnoso cuerpo de Guatemala, hoy huesos que no dejan sustancia chupada por los corruptos.

Debo confesarle algo –lector– muy discretamente: no tengo la confianza ni el optimismo que tantos y tantos ceremoniales pregonan a los cuatro vientos. Justamente en estos ceremoniales, oficios religiosos, reuniones y “cultos” he visto en los últimos tiempos las más fehacientes muestras de la gran ausencia de serena y sólida racionalidad que hay en la mayoría de los hombres. Las mujeres desprestigiadas por nosotros –pues hemos llamado a todo lo débil y a todo lo frívolo femenino– no participan –sino en mínima parte– de ese banquete de desperdicios en que la Patria se consume. A ellas tal vez les tocará reedificar la cultura cuando los hombres –entre guerras civiles e internacionales– la hayamos terminado de destrozar en las garras del tigre y los machetazos viriles de la inequidad.

No veo ni democracia ni escucho diálogo ni veo comprensión y hermandad ni integración ¡ni veo humana sensatez!, en los que conmigo han tenido acaso la desgracia de compartir este territorio, al que hemos creído que sin tregua ni reposo podremos extraer hasta la última gota de sangre en la bacanal de corrupción e impunidad –del Pacto de Corruptos– madriguera fundamental de hombres más que de mujeres.
La palabra –que puede ser metralla– se conduce también con retorcida y maniquea sutileza en cívicos recintos nacionales –con rosa y todo– que se nos obliga a respetar como símbolos del balance que este país no logra por el momento ni logrará en mucho tiempo. La palabra –cuando se es incapaz por estulto de conocerla en su raíz, preñada de bondad y de verdad– puede ser utilizada asimismo para el crimen o el asesinato de los intereses creados o para el genocidio espiritual de la maniobra y de la manipulación gubernamental.

No creo en el futuro porque el pretérito me ha vaciado de confianza. Veo sólo el insidioso gesto de los que, lo más rápidamente posible, quieren enriquecerse antes de que el buque termine de hacer agua. Salen del barco a borbotones los que van al exilio y lo abandonan buscando un nuevo mundo de futuros. Patria arrumbada, renunciada en la frontera mexicana.

Cuando hablo de todas estas cosas tan dolientes, que dejan pequeñas cicatrices por donde mi herida brota, no puedo dejar de pensar en Antonio Machado, en Miguel de Unamuno, en Ángel Ganivet. El “Desastre” que ellos vieron lo veo yo en las más horrendas pesadillas patrias.

Se va anchando la vereda de los sinsabores y las frustraciones. Como que no “se hace camino al andar” por más andar que se realice, abrir brecha es imposible. Cada día es mayor el pozo de la corrupción. Y el denuesto de los que dicen hablar en nombre de la Patria.

Sueños colectivos los míos como diría Jung. Sueños que se sueñan en nombre de la comunidad. Pesadillas sociales como “Divinas palabras”, Náusea nocturna que de día en día se transforma en la tufarada de la realidad.

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