Mario Alberto Carrera
Yo soy un niño de setentitantos años y me percibo minúsculo, muy chiquito, casi como un microbio. Todo el tiempo siento un miedo terrible y casi todas las noches tengo el mismo sueño.
Puedo verme de lejos (como si yo fuera dos y me desdoblara) y al mismo tiempo me puedo ver por dentro como en una endoscopía kafkiana. Entonces me siento y me veo caminar por sobre un globo inmenso. Debe ser la Tierra pero pelona. Es redondísima y vacía. Nada hay sobre ella. Pasó el amor y pasó el odio. Parece a ratos más bien un planeta de acero, en rara cadencia con el globo de los 400 golpes.
Me miro en la cima de ese mundo de metal. De pronto siento que, como partido por una sierra gigantesca o por una guillotina ingente, ese planeta durísimo se parte. Yo no quedo sobre ninguna de las dos mitades. Minúsculo como soy, caigo en el vacío mientras los hemisferios se distancian, se divorcian, se apartan sin caer en el espacio, sólo se mueven horizontalmente.
Yo desciendo vertiginosamente hasta quedar en medio de las dos mitades como si fuese el eje de un yoyo.
De pronto los dos hemisferios comienzan ¡por un diabólico impacto!, a reunirse, a juntarse de nuevo sus mitades ¿las dos monstruosas mitades de la naranja de Platón? Yo me veo horrorizado (como en un espejo, además) en el preciso instante en que voy a ser aplastado como una mosca entre las dos mitades del mundo. En ese instante despierto. El sueño recurrente jamás continúa ni ha continuado.
Yo tengo setentitantos años y este sueño lo sueño muchas noches de mis siete años porque debido a la ley de la relatividad tengo las dos edades. Que se los explique Einstein o Freud. Me pregunto cuando estoy construyendo grandes urbanizaciones en los arriates del parque Centenario si las dos mitades, si los dos hemisferios de ese planeta asesino que quiere aplastarme podrían ser El y Ella.
Le he dicho este sueño al confesor el sábado y me ha indicado que es castigo de Dios porque de seguro no dejo de manosearme o de tener malos pensamientos o de jugar con los hijos de las muchachas.
Lo que más me molesta no es que el sueño regrese, sino que regrese también durante el día la sensación de vértigo cuando caigo en el vacío. Aún no he leído “La caída” de Camus pero me imagino que por allí van los tiros. Porque la sensación diurna de caer es la que genera la percepción de experimentarme microbio. Me siento más diminuto, más insignificante, menos presente desde que sueño este sueño.
El otro día mi madre ha hablado de angustia. Después de escucharla, después de haber oído su descripción cotidiana de angustia yo veo que vivo en ella: el pecho me duele cerca del corazón. En toda la región abdominal siento un gran vacío, tengo el sentimiento de haber hecho algo malo: de culpa.
Yo tengo setentitantos años y me ensimismo pensando en el planeta que se parte, en la caída hasta estar e n el centro del gran yoyo. En el retorno veloz de los dos hemisferios que me matarán como el matamoscas al inerme insecto.
¿Eso es lo que soy, un inerme insecto? ¿Creceré algún día?
A veces lloro. Eso alivia el terror a ser destripado por El y Ella. Pero el Hermano Joaquín dice que eso es ser más inferior.
Yo no sé qué quiero ni qué hacer. Podría llamarle a esto desesperación. ¿No sería más cómodo y placentero morir. He ido a pedirle a la Virgen que por favor me lleve con los pastorcitos de Portugal.
Ella me ha visto fijamente con sus dos ojos de porcelana azul pero no sé si me escuchó.
Hoy volveré a soñar y detrás me vigilan El y Ella.