Mario Alberto Carrera
LA DESTRUCCIÓN DE MONUMENTOS encarna lecturas que tienen que ver con el bien y el mal.
En México –antes de que el populacho intentara echar por tierra la estatua de Colón en el transitado y elegante paseo de la Reforma– el gobernante López Obrador (inteligente si los hay) decidió retirarla y poner en su lugar probablemente un monumento-estatua para la dignificación de la mujer indígena. Pocas cosas son tan difíciles de reducir y de disolver como el rencor. El rencor es una serpiente que come en silencio pero que no lo deja de hacer –cuando es personal– y silenciar cuando es histórica. Entonces –es tan descomunal– que es casi imposible de atenuar. Se dice fácil perdón y olvido.
Lo realizado por el Presidente mexicano tiene una lectura: el mandatario trata de entrar en armonía con el nuevo sentir de su población que se decanta con firmeza –hoy– por el fomento de la interculturalidad donde ninguna etnia es superior a otra. Por desgracia durante más de tres o cuatro siglos se ha sostenido el pensamiento de que la hispana es superior en todo sentido: primero todo lo europeo y después lo latinoamericano. Es durante parte del último siglo que lentamente el enfoque ha cambiado ¡y muy relativamente!, comparándose –por ejemplo– al Rabinal Achí con las grandes tragedias de Grecia e Inglaterra.
En Guatemala también tienen una interpretación semiológica los hechos ocurridos hace pocos días en la Reforma y en la avenida de Las Américas. Aquí, el Gobierno de hoy y de siempre (en unión de la rancia oligarquía) sigue clausurando y taponando hasta donde puede –con fines políticos– todos los canales por donde las etnias de los pueblos originarios –y el mundo popular– puedan expresarse y así –estos amordazados de siempre– cuando pueden se manifiestan como en una diarrea de libre emisión del pensamiento: desbocada, radicalmente tratando de botar estatuas, pensando que la parte elimina al todo (sinécdoque guerrera) simbólicamente. Acaso los destructores no conozcan la polisemia del discurso que efectúan, pero al menos alivian su rencor vivo.
No estoy por esto último que ha ocurrido: la violencia y el vandalismo a ultranza: soy pacifista, pero hago una lectura sensata del porqué de estas implosiones populares al fondo de nuestra propia interioridad en un país cerrado casi a la interculturalidad. Guatemala, la inmutable, la que no cambia encerrada en su reino de cartón: el de la Capitanía y sus anticuados fósiles.
SU INDEMNIZACIÓN EXIGEN las Patrullas de Autodefensa Civil –PAC– o van a desmoronar (sic) un par de puentes, dijo uno de sus cabecillas. Las PAC no se andan con chiquitas. Lo de ellos no tiene que ver con el derrumbe de “insignificantes” monumentos a Reyna o a Colón (eso es cosa de patojos malcriados de barriada) sino con la fuerza y magnificencia de puentes que piensan derruir “lentamente” de acuerdo con la semántica del término “desmoronar”. Así las cosas (digo, lo de lentamente) el aycinenismo fósil y la oligarquía rancia y vieja que no merece el adjetivo de antigua (y de la que no hace parte la oligarquía progre) tiene tiempo para juntar y reunir la indemnización que exige su soldadesca mercenaria.
La lectura que podemos hacer entorno al sentido de “desmoronar” puentes (que también puede ser sinécdoque) es numerosa pero, en este caso, el signo y el símbolo nos indican que es el de romper con todo lo anterior. Esto es: el rompimiento de los mercenarios con sus expropietarios con los que se ha terminado el diálogo.
Ahora veremos cómo los patos les tiran a las millonarias escopetas. Patos entrenados en Israel cuando ese país -con los EE. UU.- prestaba ese servicio a Guatemala, con todo y la venta de armas, afirman los mismos expatrulleros que tanto nos amedrentaron a los pobres (clases baja y media guatemaltecas) que éramos poblaciones desarmadas no beligerantes.