Mario Alberto Carrera
El profundo lugar donde se sueña es la sede del placer, de la imaginación, de la fantasía que nos han enseñado –protervos- a no escuchar, porque la Cultura le ha puesto la etiqueta de “pecado”. Es el nido donde Dioniso inventó la tragedia acompañado del macho cabrío, para poder hablar de lo vedado y para poder manejar sabiamente lo prohibido. Acaso el Árbol (onírico) del Conocimiento bíblico.
Escuchar a los sueños no significa exactamente -hacer lo que en sueños hicimos- una vez despertamos. Significa acaso admitir que la fiebre dionisíaca transita por nuestra venas exultantes y que ¡está bien!, porque somos en esencia más Dionisos que Apolo. Significa admitir que somos torcidos, perversos, lascivos, voluptuosos, iracundos y sexuales sin engañarnos y sin engañar, poniéndonos las vestiduras de la perfección y el alba.
En el valle, en el ámbito de los sueños comanda el principio del placer que se enraíza en el núcleo de la energía cósmica. Allí despuntan lo más bueno y lo más malo del hombre: su capacidad de construir y de destruir. Allí es donde habita la vida –la voluntad- que es Eros.
Al nacer somos puro principio del placer, puro instinto. Llanto y risa nada más. Con los días se va introduciendo en nuestro corazón un viejo hosco y malhumorado que nos va prohibiendo lentamente salir a bailar. Sólo Zaratustra, el único filósofo que danza, no permitió que tal prohibición se consumara a ultranza. De otra manera se habría verificado la castración.
La Cultura castra al hombre para escribir la Historia. Disminuye nuestros ímpetus, adelgaza nuestra rebeldía y menoscaba el vigor extenso que heredamos del sol. Este es el pago que tenemos que cancelar por el derecho a ser “humanos”, de acuerdo con los postulados que la civilización suscribió para erigir secularmente los rasgos de este ser humillado que llamamos hombre.
Pero se “deshumilla” en sueños. En sueños sobre todo cuando provienen del torrente que llamamos inconsciente colectivo. Allí, en ese río dionisíaco, vuelve a escuchar el rugido de la fiera que a pesar de todo aún lleva dentro y vuelve a integrarse a la naturaleza, a la tierra y al cosmos de donde alguna vez voló. Como una serpiente llena de vida pero también de dolor y de muerte.
La lengua de los sueños la hemos olvidado tal vez obligados por la amenaza del castigo -que encarna el pecado- y sólo la escuchan y la hablan quienes oyen poesía y pintan la locura de la provocación insurgente.
Los sueños son el lenguaje olvidado pero que resurge airoso en la épica, en el teatro, en los autos sacratísimos y hasta en la misma Biblia del Nuevo y el Antiguo Testamento. El Arcángel Gabriel visita a Mío Cid y lo consuela. San José es advertido en sueños de la decapitación próxima de los santos inocentes. El sueño del faraón profetizándole siete años de vacas gordas y siete de vacas flacas. O María Antonieta soñando la deflagración y caída -de los Capeto- del trono francés.
El lenguaje de los sueños es acaso el leguaje más polisémico de todos: para desnudar la Historia o para desnudar al hombre.
En el nido de los sueños se encuentra alucinado todo el hombre delirando sin podas, sin maquillaje, sin amputaciones convenientes y discretas. Aparecemos de cuerpo entero y la cosmética está prohibida. Todo es sin máscaras. El hombre está dentro del hombre y allí lo encontraremos sólo si nos permitimos bajar o subir al lugar -a veces prohibido- donde se sueña.