Mario Alberto Carrera
Mientras Dios se mantuvo ordenando (o en su nombre nos ordenaban) lo que debíamos hacer y evitar –y nosotros les creíamos sin ápice de duda- no hubo tempestad ni angustia. El conflicto devastador y trágico surge en el punto en que con rigor nos enfrentamos a la Ciencia y sobre todo a Darwin y les permitimos que hablen con la misma potencia y autoridad de los libros sagrados. Ellos ya no nos dejan –después de darles respetuosa audiencia- volver e erigir un Dios que realiza una creación a partir de la nada, porque nos demuestran que la evolución -y no otra cosa- ha sido la responsable de la ¡casual!, aparición de la vida y del hombre, en el mundo, quien no fue creado a imagen y semejanza de su Señor. Es más bien gemelo de la fiera y por lo mismo le ha costado mucho entender lo que es el bien y el mal ¿creación humana?, aun cuando no son sino finalmente los mecanismos –también- con que la cultura nos domina y nos somete.
Frío especular el de Darwin -pero que no nos deja indiferentes sino muy angustiados- si después de conocer a fondo sus teorías y las consecuencia filosóficas que de ellas se derivan, nos peguntamos: si Dios no hizo directamente y con sus propias manos al hombre ni a lo que en su honor llamamos creación ¿en qué momento, entonces, nos dio sus reglas y sus leyes y cuándo dijo lo que es el bien y el mal? Ante ese planteamiento que engendra duda irrumpe el derrumbe, el desastre, el temblor, si algún talento tenemos y si no somos por lo mismo de la colmena o del rebaño ciego de las ovejas. Derrumbe que derrumba más aún si a ello le añadimos la délfica pero pesimista frase: yo sólo sé que no sé nada. Es decir que somos tabula rasa en cuanto a conocer lo humano y lo divino.
No existe un ser -por genial que sea- que sin equivocarse o dejar dudosas zonas oscuras pueda decir qué es el bien y qué es el mal. Por lo tanto la moral no tiene más base que la reflexión ética del hombre mismo, a menos que aún creamos en la aparición divina y paranoide de alguien que sobre un monte irrumpe con unas leyes de bien y mal y monta un mito colosal. La moral, a secas, es un invento del hombre para limitarse a sí mismo (como las leyes) o como el bolígrafo, los misiles o el automóvil, si los vemos a un mismo nivel de creatividad aunque no de profundidad fundadora.
El temor a Dios o al Diablo (al abisal castigo del infierno o al prístino premio de los cielos) nos ha hecho y nos hace ser buenos o malos (la muerte es acaso el máximo temor que engendramos). Porque ha sido asimismo todo eso un procedimiento rocambolesco para conseguir del hombre sometimiento, orden y producción de bienes y servicios, porque también podemos ver el bien y el mal como gran engendro de la industria para obtener pingues ganancias.
Bien y mal son convenciones humanas. Si Dios existe, la suya no podría ser una naturaleza contralora, inquisidora, vengativa, castigadora y perseguidora. A menos que cada quien se haga una religión a la medida como se hace un traje que le venga bien. Que esto lo veo todos los días. Eso es humano, demasiado humano. Eso es ver a Dios a nuestra imagen y semejanza. Como prolongación nuestra. Acaso podríamos aceptar que Dios es una suerte de fuerza o potencia universal (si por necesidad o comodidad hay que creer en Él) que unas veces se muestra como muerte y otras como vida pero ciego, sordo, mudo a las oraciones o sea a las interesadas peticiones humanas.
El hombre es un gran farsante que todo lo falsea, lo falsifica, lo fantasea y lo maniobra para conseguir sus fines e intereses creados.
El hombre ha sido capaz de crear una Creación.