Mario Alberto Carrera
Nietzsche vive en la Europa de la Revolución Industrial y en los momentos también en que los credos de Marx y Engels tomaban vuelo y la lid sindical se vigorizaba en Nueva York, Chicago y Londres. Nietzsche, por su parte, abandonaba la toga doctoral y el empaque académico (fue ambas cosas enseñando Filología Clásica en la Universidad de Basilea, Suiza) para dedicarse –anticapitalista- a un trashumar con pincelazos bohemios en compañía de Wagner (primero) Paul Ree, la peculiar y genial psicoanalista Lou Andreas Salomé y Malwida Von Meysenburg. Viajó especialmente por Italia, pero a lo pobre, viviendo casi de los regalos y mecenazgos de sus amigos y admiradores -y de una exigua jubilación universitaria en plena juventud- porque pregonar sin ambages que ¡Dios ha muerto!, no nos acarrea ni siquiera en nuestro mundo de hoy -medio liberal- alguna empatía.
Nietzsche fue visto durante su vida -y después- por intelectuales, universitarios y burgueses sobre todo católicos, pero también protestantes -bien ajustados al sistema y conformistas- con desdén, pues no comprendían que alguien que hablaba de ser superhombre, que hablaba de una élite superior, podía dedicarse con exclusividad a escribir sus libros, sin un trabajo seguro, como en la bohemia operática, yendo de aquí a allá cual un cómico de la legua, como un volatín de los que pone en solfa. ¿Era aristócrata y contra aristócrata?
La anterior fue la forma -como el autor de “Más allá del bien y del mal”, por huir de la democrática plaza- terminó en luchar contra tirios y troyanos. Intentó hablar a todos y entonces no habló a nadie. Lo hizo cuando ejerció la cátedra en la Universidad de Basilea, mientras realizó sus estudios de filología en universidades de Alemania ¡pero en todas partes encontró a la plebe!, topó con ella y no le agradó e hizo finalmente lo que Don Quijote, después de ser redundantemente golpeado por el mundo especialmente en cárcel: primero, refugiarse en la encantada lectura de libros de caballería donde un mundo -menos corrupto y carente de políticos y degenerados- fantástico se le presentaba. Un mundo de aventuras -donde desfacer entuertos y agravios y devolver la honra a hermosas damas vituperadas- fuera su loable misión fuera del mundo pero dentro de él. Y segundo, convertirse -él mismo por obra y gracia de la lectura de novelas de caballería- en caballero andante. Y así, en vez de leer las caballerescas aventuras de otros, vivirlas él mismo y componer y enderezar en su demencia al mundo. Hacer un mundo no de la plebe sino de la aristocracia espiritual, donde se volviera a enaltecer la honra, el honor, las virtudes en general; el valor y la hombría. Lo mismo hace Federico Nietzsche al huir de la plaza, de las moscas que pululan en la ella. Y volver sus ojos al superhombre.
Y entonces dice amargamente por boca de Zaratustra: hombres superiores, aprended de mí esta lección. En la plaza nadie cree en hombres superiores y si os empeñáis en hablar allí, daos gusto; pero la plebe dice -guiñando un ojo- ¡todos somos iguales!
Nietzsche propone un superhombre en contraste con el mundo “igualitario” y “democrático” de la Revolución Industrial -en pleno auge en su Europa- al tiempo que la plebe invade las ciudades y volverá las metrópolis en selvas de competencia pero masificada, donde se compite por ver quién roba más sin ser descubierto, por ver quién es el más corrupto en su papel ministerial o en su curul rocambolesca. Por eso Nietzsche propone un superhombre que huya de la plaza -de las inmensas mayorías- donde ellas acabarán con cualquier germen de superioridad. En teoría, sólo la masa sin criterio ha de triunfar. Porque las muchedumbres y sus jefes odian a los hombres superiores. Los aceptan cuando están muertos porque entonces son inocuos.
¡Nietzsche es un aristócrata!