Mario Alberto Carrera
Cada cierto tiempo te detienes, haces un alto y un recuento, una suerte de recensión como si se tratara de una noticia literaria acerca de tu propia vida. Y ves en ese tránsito una cadena de frustraciones, de rosas que te fueron ingratamente negadas, de casas y puertas que se te cierran, de gente que te rodea –cerca o lejos- cuyas vidas no son sino -para ti- canales por donde el dolor se lava, drenajes acres sin orillas, riberas sin contención que diabólicos te hieren y te niegan: azufre y cieno.
Tú mismo te asombras de lo que has podido sobrevivir, ser testigo y soportar, aun con ganas de seguir de frente. Tú mismo te dices que es imposible que sientas deseos de vivir otro y otro día. ¡Que ante tanta acritud te sobrepones! ¿Qué fuerza, qué poder, qué energía te sostiene incólume sin derrumbarte, pese al vendaval, al desprecio, a la maledicencia, a la insidia; pese al maltrato, al odio, a la tirria, a la hostilidad ambiente?
Hace tiempo, pero mucho tiempo, acaso cuando tu adolescencia concluía intuiste visionario que vivir y convivir ¡sobre todo!, es siniestra empresa, necia propuesta, una tortura permanente y sin límites: camino infalible al autismo que padeces hoy. Fue cuando comenzaste la carrera de “aprendiz de cínico”, es decir, cuando comenzaste a querer seguir viviendo pero ya sólo como una suerte de paso que por fuerza hay que dar, de escalón que hay que terminar -fatigoso que subir- porque ya se comenzó la ascensión de aspereza irrenunciable.
¿Cómo explicarse con lógica que todo esto ocurra? ¿Cómo explicarse que además del pequeño infierno que te crece bajo las uñas haya tantos otros infiernos alrededor de tu cuerpo y de tu vida asombrada. Es decir, asesinatos, desapariciones forzadas, monstruos que destruyen implacables a quienes les hacen políticamente estorbo, en una país siniestro e infernal, plagado de desorden, de saña, aterrador y lúgubre como las noches y los días en que ancla la miseria que te cunde.
Otro episodio, ¡otra amargura! Pero tú vives. Insistes en devorar los periódicos y los noticiarios para enterarte de los que contra su voluntad son desaparecidos, del juego miserable y ruin que con las leyes hacen los magistrados, de los estados de sitio que se invocan y se provocan sórdidos para aprovechase a mansalva; del narcotráfico que estalla sin contención a manos de militares y burócratas y millonarios de postín. Mientras, en las escuelas se cuela el viento y el agua de los chubascos y temporales sin que los ministros se enteren hundidos en la corrupción y la impunidad. Pero dejemos estas llagas y volvamos a las tuyas, íntimas:
¿Quién puede explicar lo de tu infierno personal, el de tu familia, lo de la insidia generalizada, la envidia y las puertas que se cierran azotadas y los ataúdes que se abren y maldicen desde sus bocas de raso y seda, blancos como la nada que te prenuncian?
Nadie puede explicar cuál es la causa final o trascedente del mal, el odio, la destrucción, la mezquindad, la ingratitud. Tú no te lo explicas de ninguna manera y hace tanto que dejaste de creer y abandonaste –positivista- la fe como para invocar -a estas alturas de la incredulidad- una fuerza, una energía o un ser imperial, que te diga desde el castillo que te quedes tranquilo –aceptando sumiso- porque los designios de Él son inescrutables.
Nadie puede explicarte el odio, el mal, la destrucción y lo que es aún más grave, ¿por qué otros que sufren aún más que tú se pierden, se evaporan en la madrugada sin más explicación divina que el aullido de los perros que le gritan a la luna para aliviar su angustia?
El dolor es nuestro compañero fiel, desde el llanto primero hasta el último suspiro.