Tras hurgar y preguntar (y observar también muchísimo fingiendo no ver nada) el miedo cierra su garra áspera en nuestro cuello y comienza a dejarnos mudos -paralizados- lentamente.
Quienes son de fe y de religión (no importa lo que sea, todo sirve al mismo fin obnubilador) sufren menos –son menos fugitivos del miedo- que quienes tratamos de pensar, de imaginar, de encontrar una respuesta distinta, una respuesta menos cercana a la magia hechicera, una respuesta de elaborada reflexión o de elaborada intuición estética. ¿Pero cuál respuesta es esa que nos borre el velo de maya?
¿Qué seremos después de la muerte? ¿Descanso eterno sin conciencia? ¿Almas sin sexo y sin voluptuosidad gozando de la visión eterna de Dios? ¿Polvo sin amor –o enamorado– como pronunció Quevedo? ¿Sencilla e ingenua carne que gozó y que se pudre igual a la del tímido canario o la sensual tigresa?
Hay quienes no lo sabemos y quienes afirman en cambio que, con celeste evidencia, lo conocen. El mundo está hecho de los que saben y de lo que todos ignoramos. Los que saben han calmado sus niveles de angustia pero han clausurado cualquier posibilidad de conocer algo más… Son de un solo libro. Los que no sabemos, en cambio, nos debatimos temblando –fugitivos del miedo– y estremecidos cada madrugada en la desesperación. Nada sabemos ¡pero queremos saber!
¿Se habrá observado juego más terrible que este, que el nuestro, en el que se hurga y se puya a la angustia cosechando el miedo de la confusión, en una sociedad que cree en el bien y en el mal, mientras que nosotros (los fugitivos del miedo) afirmamos que el bien es el mal y el mal es el bien?
¿Que no sería más fácil y más cómodo volver a creer, acogernos al seno de El y pasar la larga noche de la vida sin tantos lamentos, sin tanto torturarnos, sin tanta maldición?
Fácil sería, no digo que no. ¡Muy fácil y cómodo! Pero el pensamiento nos impide oscurecer las ventanas del pensamiento. El conocimiento, que nada conoce, se opone, no obstante, a dejar de trabajar/iluminar. Qué paradojal.
Y vuelta a caer en la poesía y vuelta a hundirnos en la reflexión y vuelta a sumergirnos en el terror de caminar en la noche oscura.
El bien y el mal, la muerte, la inmortalidad, la gloria, la fama, la aprobación de los otros, el deseo y la codicia soban y resoban, cada día, el delirio que estremece nuestra frente, ser algo más, dejar de ser nada. Pero somos nada.
En cada paredón y piedra del sendero queda un jirón de nuestra piel y llegamos a la muerte en carne viva, los fugitivos del miedo. El mundo, los amigos y los enemigos hacen el resto, se van quedando con dolientes pedazos de nosotros. Al final resta sólo el miedo pero al cabalgarlo y treparlo muere hasta él. Y acabamos, terminamos, espiramos. Así, al menos, no seremos testigos de la extinción de nuestros terrores.
¿Que no sería más fácil morir creyentes, ya lo he preguntado? Acaso. Pero ello no nos es posible a los que oímos el trueno/ditirambo del centauro, del sileno de Zoroastro. Es como una bendición que parece maldición. Hemos dejado la mentira sin que podamos encontrar la verdad. Solipsismo. Pero el retorno a la mentira es imposible aunque seamos o parezcamos fugitivos del miedo.
Una lumbre en el fondo va iluminando la escena. De noche es. Estamos ciegos como Tiresias pero vemos tanto como él y vamos siendo guiados por sus pasos temblorosos. La maldición radica en aquellos que creyeron dominar al mundo (como Edipo rey) y tuvieron que arrancarse los ojos.
El sátiro dionisíaco prende una luz, aunque es de noche.