Mario Alberto Carrera
Muchos hombres hablan dentro del hombre que vienen del pasado, del presente y del porvenir. Expresan sus deseos, sus temores, los fantasmas que los acosan o asustan, lo que quieren ser y lo que temen ser… Los sueños son cartas que estos hombres escriben -dentro de nosotros a nosotros mismos- para restablecer la gestalt que originalmente hubo en nuestra índole cuando aún vivíamos en consonancia con la naturaleza y no nos habíamos salido abruptamente de ella rompiendo la armonía y la unidad de nuestras diversas partes.
Yo me confieso un hombre escindido, pero cuyas partes, voces u hombres tratan apasionada y fervientemente unirse. Entre otras cosas mi teatro, mis novelas y mis cuentos me sirven para reintegrarme y expresan esa división. Por eso es que mis relatos y mi teatro (con excepción de Hogar, dulce hogar) culminan muchos en suicidio. El suicidio es la única salida que queda cuando las partes de una personalidad –de un carácter- no sólo están partidas, divididas, escindidas sino ya dispersas y completamente fragmentadas, sin posibilidad de volver a reintegrarse. Como después de una explosión nuclear.
Cuando sueño, comprendo que hay una o varias partes de mí que deben vivir lo prohibido (prohibido por la coerción o la explotación) sucedáneamente. Los sueños sustituyen (al igual que el arte) los placeres que la comunidad nos veda mediante el principio de la realidad. Pero a veces soy muy intolerante y pese a lo mucho que estudio y trato de profundizar en esa índole mía (del hombre dentro del hombre en lid consigo mismo) me regaño y me castigo implacable.
Cuando pierdo la cordura interior, me creo perfecto y me arrepiento de haber escrito lo que he publicado (sobe todo ficción) y de lo que sueño y odio inmisericordemente las voces que tratan de gritar dentro de mí, es decir, a los otros hombres (enanos y gigantes) que moran en mi carácter y cierro y cancelo toda correspondencia con ellos.
Tratamos de borrar el pretérito negando lo que hemos fantaseado o anhelado o hecho para sentirnos superiores no tanto ante los otros, como frente a nosotros mismos: implacable conciencia. Pero del inconsciente nadie se burla. Ahí está toda nuestra película y la de la humanidad entera. Está ahí el disquete filogenético y ontogenético. Está la grabación de nuestra biografía y la de la especie animal de donde provenimos.
Más atrás de los planos de donde se esconden enanos y gigantes (humanos) que vociferan todas las noches en nuestros sueños, está también el antropoide, el humanoide. La voluptuosidad y lascivia que de allí emana es violenta como la vida y la ira es incontenible y eventualmente asesina.
Mas lo peor es acallarlos, ignorarlos, negarlos. Entonces se produce la venganza de la desesperación.
Si silenciamos las voces de la especie por mandato religioso (que nos ordena hacer brotar plumas donde brota rabo) podremos o tendremos que pagar con la histeria o la locura. El arte, los sueños aunque nos hostiguen tienen la misma esencia, el mismo origen que la tragedia y producen el equilibrio y estabilidad que la catarsis persigue y que no siempre consigue.
La vida del hombre es una continua guerra consigo mismo que se establece en la batalla entre lo que se nos ordena socialmente y lo que apetecemos voluptuosos pero también iracundos porque entre los dos polos nos sostenemos: ira y carnalidad.
La tragedia nos presenta al hombre desnudo danzando entre sus apetencias. El poder y el sexo. Nada más ilustrador de estas dos pasiones que Ricardo III o Macbeth de Shakespeare. Que también nos puede presentar el mismo tema de las pasiones sólo que edulcorado en Romeo y Julieta.
Hablo, discuto, peleo, agredo, abofeteo, seduzco o me suicidio en sueños. Pero cuando estos ya no son suficiente recipiente busco la autodestrucción y el odio. O el desesperado haraquiri de la fatal japonesa.