En toda República, la Constitución Política representa el pacto supremo entre ciudadanía y Estado. Es el marco jurídico que delimita el poder, garantiza los derechos de todo ciudadano y establece el orden democrático en el que se vive.
Cuando las autoridades judiciales, legislativas y del Ejecutivo deciden ignorar, reinterpretar arbitrariamente o incumplir sus preceptos, no solo se vulnera el Estado de Derecho, también se erosiona la confianza de la población, se debilita la institucionalidad y se proyecta al mundo una imagen de inseguridad jurídica que ahuyenta inversión, cooperación y respeto internacional.
La certeza jurídica no es un lujo ni una abstracción académica que solamente se da en las aulas universitarias. Es el cimiento sobre el cual se construyen las garantías ciudadanas, la estabilidad política y marca el desarrollo económico de una nación que, en la región, aún con los conflictos sociopolíticos, es la más sólida en este momento. Sin ella, la ley se convierte en instrumento de momento, y el poder en algo dictatorial.
Guatemala ha vivido momentos críticos que evidencian lo que está en juego cuando se pone en riesgo el orden constitucional. El autogolpe de Estado de 1993, impulsado por el entonces presidente Jorge Serrano Elías, representó una ruptura abrupta del pacto democrático. Pero sobre todo una inestabilidad social, política y económica que no beneficia a nadie.
Fue la reacción institucional, particularmente la de la Corte de Constitucionalidad, la que permitió restablecer el orden legal y evitar caer en una dictadura. Décadas después, durante el proceso electoral de 2023 y la transición al gobierno de Bernardo Arévalo, nuevamente la Corte, recientemente tuvo que intervenir con resoluciones clave para resguardar el proceso democrático frente a intentos de deslegitimación y obstrucción institucional.
Estos episodios nos recuerdan que cuando en una democracia no se le pone un alto a los abusos del poder, se vuelve como algo normal la transgresión constitucional. El silencio institucional se convierte en cómplice, y la ciudadanía se ve atrapada en un sistema que ya no responde a principios, sino a intereses.
La democracia, sin límites claros ni mecanismos de corrección, se convierte en una fachada, donde existen las elecciones de las autoridades municipales y del Organismo Ejecutivo, pero al final de cuentas las leyes desaparecen, por el accionar de unos cuantos que solamente ven sus intereses políticos, personales o económicos.
En este contexto, el ente encargado de velar por el respeto a la Constitución, la Corte Celestial, como muchos la han empezado a llamar, tiene una responsabilidad histórica. No basta con emitir resoluciones, lo que debe hacer es ejercer su autoridad con firmeza, independencia y pedagogía institucional. Debe recordar, con cada fallo, que su misión no es agradar al poder político ni responder a presiones externas, sino proteger el sistema político de la República de Guatemala, tal como lo hizo Eduardo Epaminondas González Dubón, quien hasta pagó con su vida la responsabilidad de defender la democracia guatemalteca.
Imponer autoridad constitucional implica actuar con coherencia, transparencia y valentía. Significa defender la supremacía constitucional, incluso cuando hacerlo incomoda a quienes detentan el poder. Significa, también, educar a la población sobre el valor de la Constitución como escudo frente al abuso y como brújula en tiempos de incertidumbre.
Pero la defensa de la democracia no recae únicamente en los tribunales y las cortes. Requiere de una ciudadanía que se involucre en los temas que le afectan, que se informe y exija el cumplimiento de la ley. Guatemala requiere de medios de comunicación que denuncien sin temor, académicos que expliquen con rigor, y líderes sociales que convoquen con ética y no como ha sucedido con los lideres sindicales en los últimos años. Hacer cumplir la Constitución es tarea de todos.
Cuando los encargados del orden constitucional titubean, el país entero se derrumba. Pero cuando actúan con convicción, pueden reencauzar el rumbo institucional y devolverle al país la esperanza de que la ley aún tiene sentido, y que la democracia no es una fachada, sino una promesa que merece ser cumplida.
La gravedad de estas transgresiones constitucionales no ha pasado desapercibida en el ámbito internacional. Organismos como la Organización de los Estados Americanos (OEA) han tenido que conocer y pronunciarse sobre la situación guatemalteca, emitiendo condenas y llamados urgentes para preservar el Estado de Derecho.
Estas intervenciones no son una intromisión, sino una defensa legítima del orden democrático interamericano, al que Guatemala está suscrita. Cuando el sistema interno falla, la comunidad internacional actúa como testigo y garante, buscando evitar que se rompa el orden constitucional y se consolide un sistema que está por colapsar y que su Constitución no se convierta en un papel “toilet”.







