Guatemala no está gobernada. Está abandonada. Lo que vemos a diario en las calles, en las instituciones, en el Congreso, no es una crisis pasajera, es el reflejo de un Estado que ha dejado de cumplir su función de cuidar a su gente. Lo que antes se mencionaba como negligencia, se ha convertido en una renuncia abierta del Estado a sus responsabilidades más importantes: la gobernanza.
La falta de control en calidad de construcciones de infraestructura, del transporte de carga, la extensión irresponsable de licencias forestales y de manejo vial, el caos vehicular causado por motociclistas sin ley y la parálisis legislativa en el Congreso configuran un escenario de desgobierno que no puede tolerarse desde ningún punto de vista.
Los tres poderes del Estado (Ejecutivo, legislativo y judicial), cuyos funcionarios les ha quedado grande el “tacuche”, no veo por ningún lado que alguno de estos entes funcione, no hay servidores públicos comprometidos con su trabajo. La mayoría de ellos se mueven por intereses políticos y personales, porque llegan a los cargos para “robar” nunca para servir.
Algo que se ve insignificante, pero que es muy importante es la ausencia de control de la circulación de motocicletas, del transporte del servicio de pasajeros y del transporte pesado. He leído como una mujer mata a otra por celos, pero asegura que lo hizo en estado de emoción violenta y meses después otra persona atropella, en tres ocasiones, a un motorista que también circulaba en zona 9. Lo que falta mencionar es que si el atropellado cumplía con la Ley de Tránsito o circulaba como “le viene en gana”. Pero lo más reciente es una mujer que atropella con su vehículo a una agente de la PMT y posteriormente la acusa de abuso de autoridad, por haberle indicado que no obstruyera el paso peatonal.
Los motoristas circulan sin placas, sin casco, sin respeto por las señales, pero sin sanción alguna. Estamos en un país donde el que infringe las leyes es beneficiado con dinero de los impuestos para su curación, cuando debería ser apercibido para que cumpla con las leyes vigentes. Muchos hacen lo que les viene en gana y la autoridad pasa desapercibida. El ejemplo es importante, pero que podemos esperar si el que se encuentra en el poder, perdió la vergüenza y se dedica a otras cosas, menos a legislar.
El tema más preocupante es el político. Tenemos 160 parlamentarios en un Congreso de la República que tienen ocho meses de no trabajar, han roto más de 30 sesiones por falta de quorum, lo cual deja al descubierto la inoperancia parlamentaria, eso sí cada mes se llevan a sus bolsillos Q66 mil mensuales que no justifican el “nulo” trabajo que realizan, lo cual no tiene sentido porque su trabajo es hacer leyes de beneficio social, en cambio han asumido la función de afectarse unos a otros.
En la X legislatura, los diputados han aprobado solamente cuatro leyes, dejando detrás de sí un salario inmoral y una decena de privilegios y prebendas que ofenden a cualquier ciudadano que paga sus impuestos. Legislan poco, pero gastan a manos llenas. Estos congresistas no son una solución para el país. Son una carga mensual de Q10 millones 560 mil. Una carga pesada para el erario nacional, que sostiene sueldos jugosos, seguros, vehículos, alimentación, agentes de seguridad, celulares y otros beneficios que no corresponden con su productividad.
Lo más grave de todo este panorama es que ya no sienten vergüenza, porque ya no les importa hacer cualquier «barrabasada», hecho que se define como equivocado que origina un gran perjuicio o destrozo. No les importa su nombre, menos el de su familia, lo único que les importa es mantener una cuota de poder.
Este no es un problema de partidos ni de ideologías. Es una crisis de ética pública, la política la han convertido en la vergüenza nacional. Como ciudadanos, no podemos seguir aplaudiendo a estos señores que ya se pasaron de la raya. La democracia otorga derechos, pero también exige responsabilidades. Se les debe recordar que cumplir es trabajar no ausentarse.
Los partidos políticos los convirtieron en espacios del crimen organizado, en trincheras de “politiqueros” que viven de la “teta del Estado”. La desconexión entre el poder político y la realidad social es inminente. Mientras millones de guatemaltecos enfrentan pobreza, inseguridad y abandono, los funcionarios públicos, especialmente los legisladores, viven en una burbuja de privilegios que no se justifica ni ética ni económicamente.
Es hora de exigir cuentas a estos “desvergonzados”, de recuperar la dignidad institucional, y de recordar que el poder público no es propiedad de quienes lo ocupan, sino de quienes lo sostienen. O sea, los ciudadanos. Si hemos fallado o nos han fallado será condenado por la historia, quedaremos como una generación que no hizo lo que le correspondía y que le dejamos a nuestros hijos una patria que es desangrada por un puñado de aprovechados de sus cargos.
La función principal de un congresista es legislar. No hacerse el “loco”. No buscar “likes” en redes sociales, disfrazada de fiscalización como de espectáculo. Hoy, la fiscalización la han convertido en una estrategia de imagen, denuncias aisladas, protagonizadas por un puñado de parlamentarios que aún conservan algo de dignidad, mientras el resto guarda silencio o se dedica a encubrir. La corrupción estatal no descansa, hoy está en un ministerio, mañana en otro. Y el Congreso, en lugar de ser el contrapeso, se ha vuelto cómplice por omisión.







