En Guatemala, la ciberseguridad no es una prioridad, es una necesidad porque tenemos una omisión institucional. Mientras los ataques cibernéticos se multiplican y las redes sociales se convierten en trincheras de descrédito, el Estado permanece en silencio, como si la violencia digital fuera un asunto sin importancia. Es la forma moderna de impunidad, y su regulación ya no admite demora.
La ausencia de una ley integral de ciberseguridad nos deja a todos expuestos. No solo a la vulneración de sistemas estatales, sino a la erosión de la dignidad ciudadana. Hoy, cualquier persona puede ser víctima de campañas de difamación, acoso digital o robo de identidad, sin que exista un marco legal eficaz que proteja nuestros derechos. ¿Dónde está el Estado cuando el daño no se mide en balas, sino en clics?
Las redes sociales, lejos de ser espacios de diálogo, se han transformado en tribunales sin ética, donde el linchamiento simbólico se disfraza de opinión. Tal es el caso de “politiqueros” que quieren jugar a dignos, cuando han dejado en la historia un camino de corrupción. Ahora quieren hacerse pasar por personas probas, que es lo que menos tienen en su ADN.
Pero regular no es censurar. La Ley de Emisión del Pensamiento, decreto constitucional vigente desde 1945, establece con claridad que la libertad de expresión conlleva derechos y responsabilidades. Difamar, mentir, injuriar, calumniar, incitar al odio o divulgar información falsa no son expresiones protegidas, sino abusos que deben ser penalizados con sanciones ejemplares.
Una ley de ciberseguridad no busca silenciar voces, sino protegerlas. Es el blindaje que necesita una democracia que se pretende moderna, pero que aún legisla con criterios del siglo pasado. Tipificar los ciberdelitos es nada más y nada menos que exigir responsabilidad sobre el uso de las plataformas digitales y garantizar mecanismos de denuncia accesibles, lo cual no constituye censura, es conminar al debate de altura.
Guatemala no puede seguir siendo un territorio fértil para el descrédito impune y la ciberseguridad es la solución institucional, pero también una exigencia ética. La ausencia de ley fomenta la impunidad y el descrédito se institucionaliza. Cualquiera amparado en la oscuridad, sin dar su nombre, menos poner su fotografía se pone detrás de un ordenador, para hacerle daño a los demás, eso ya no debe ser permitido, pero a algunos políticos les interesa estar bajo la sombra, porque no dar la cara es un negocio para ellos.
La aprobación del Decreto 39-2022, Ley de Prevención y Protección Contra la Ciberdelincuencia, fue un paso inicial, pero insuficiente y manipulado, pero la realidad exige una legislación más robusta, con capacidad técnica, institucional y ética para enfrentar los desafíos del entorno digital, tal como la están presentando con sanciones ejemplares que saquen del ruedo a los mal intencionados.
La Corte de Constitucionalidad ha reiterado que el Estado tiene el deber de garantizar la seguridad, la justicia y la paz. ¿Cómo se traduce ese mandato en un contexto donde las redes sociales se han convertido en trincheras de difamación, manipulación y violencia simbólica? La ausencia de regulación efectiva permite que el descrédito se viralice sin consecuencias, que las campañas de odio se disfracen de libertad de expresión, y que el daño reputacional se convierta en un billete falso.
No se trata de censurar, sino de civilizar. De establecer límites claros entre la crítica legítima y el acoso digital. De proteger los datos personales, pero también la dignidad de quienes son atacados por ejércitos de perfiles falsos y algoritmos sin escrúpulos. La ley debe tipificar con claridad los ciberdelitos, establecer mecanismos de denuncia accesibles, y garantizar que las plataformas digitales colaboren con las autoridades en la identificación de agresores.
La ciberseguridad no es solo una cuestión técnica, también es una cuestión de política pública que debe articularse con educación digital, justicia penal y ética ciudadana. Mientras el Estado no asuma esta responsabilidad con seriedad, seguirá siendo cómplice por omisión de una violencia que no deja huellas físicas, pero sí cicatrices profundas y daños psicológicos.
La Ciberseguridad debe servir para proteger, no para silenciar voces, al contrario para que se sientan seguras de que no van a sufrir ataques de “politiqueros sin escrúpulos”. No es una herramienta para controlar el discurso, sino para dignificarlo y hacer que la democracia se fortalezca, con debates de altura, de respeto y de calidad. Así es señores diputados, es su turno y dejen de estar jugando con las necesidades de las personas que los eligieron con sus votos, pero que hasta el momento no los representan, nos han quedado a deber muchas cosas.