La fiscalización debería elevar el nivel democrático del país, pero en Guatemala degenera en un triste espectáculo de prepotencia, falta de educación, arrogancia, gritos y desprecio cuando debería privar el respeto. Lo que se espera sea un intercambio de ideas se convierte en una batalla de egos y berrinches que deja en evidencia la poca educación y la ética de algunas personas que pertenecen a la decadente clase política de este país.
Pero como estos hechos se han vuelto costumbre en nuestra sociedad, no podemos esperar más de los “politiqueros”. El caso reciente entre el diputado Luis Aguirre (Cabal) y el ministro de Comunicaciones, Miguel Ángel Díaz Bobadilla, es solo uno entre muchos. En lugar de exigir transparencia con rigor, Aguirre prefirió irse por el camino incorrecto, más cercano a la humillación que al control democrático.
Lo mismo ocurre con figuras como Aldo Dávila, asesor del legislativo que todas sus actuaciones son confrontativas y no propositivas para un debate de altura. Allan Rodríguez, como expresidente del Congreso, ha evidenciado con frecuencia una actitud altiva y evasiva. Otro que está en el ojo de la discordia es el diputado de la UNE, Sergio Enríquez quien hizo un “papel poco decoroso” contra la viceministra de Desarrollo, Bertha Zapeta que presentó una querella penal por discriminación y racismo.
El patrón se repite en cada escena que vivimos, la falta de formación, carencia de argumentos y una preocupante inclinación a confundir autoridad con prepotencia es una constante. No se trata solo de mala crianza, sino de una visión del poder como espectáculo, y no como servicio público. En redes sociales solo buscan ser reconocidos y que la gente les dé un “like”, pero al final de cuentas solamente queda en eso.
Cuando en los espacios públicos se normaliza el irrespeto hacia la autoridad, no solo se erosiona la imagen de quienes ejercen funciones públicas, sino también los cimientos mismos de la convivencia democrática. Las instituciones pierden legitimidad, el lenguaje político se trivializa, y los ciudadanos, lejos de exigir rendición de cuentas con argumentos, adoptan el insulto como única herramienta de reclamo.
Uno de los ejemplos más preocupantes es el trato que recibe el presidente de la República en redes sociales. Más allá de las críticas legítimas, se ha generalizado la agresión verbal con palabras como “estúpido”, “idiota”, “fraudulento” o “acéfalo”. Este tipo de comportamiento no fortalece la democracia, la destruye. Porque el irrespeto no es sinónimo de oposición, sino síntoma de falta de valores y ética.
Nos guste o no, el presidente de la República representa la autoridad máxima del Ejecutivo. Los ministros representan instituciones vitales para el país. Se puede y se debe fiscalizar toda gestión pública, se debe exigir transparencia y señalar errores, pero sin faltas de respeto y sin la agresión verbal, mucho menos ofrecer un espectáculo de “mala crianza”.
Los insultos no solo deslegitiman a las personas, sino que envían un mensaje erróneo a la sociedad, porque cualquier autoridad puede ser irrespetada sin consecuencia. Uno como padre de familia deja que le falten el respeto en casa y se convierte en el primer paso hacia la anarquía.
No trato de blindar a los funcionarios del escrutinio, sino de devolverle al debate público su carácter civilizado y constructivo. Los insultos hacia cualquier autoridad constituyen faltas a la ética e incluso hasta delitos, dependiendo del contexto, la intención y el canal por el cual se difunden. Esta falta de respeto mina la investidura y no a la persona que es “ave de paso”.
Más allá de lo jurídico, lo que se necesita es que los Partidos Políticos formen a sus correligionarios, que les enseñen que se debe disentir sin destruir, fiscalizar sin humillar, exigir sin perder el respeto. Porque sin respeto no hay diálogo, y sin diálogo no hay democracia; lo que provoca es un ciclo de anarquía generalizada.
Esta situación responde, en gran parte, a una causa estructural; la falta de formación de los políticos dentro de sus organizaciones partidistas. Los partidos políticos que funcionan no forman liderazgos responsables, técnicos ni éticos. Más que forjar ciudadanos con vocación pública, operan como “clicas delincuenciales” para ocupar cargos, sin responsabilidad formativa ni ejemplo de probidad.
El Artículo 2 de la Constitución es claro: «Es deber del Estado garantizarles a los habitantes de la República la vida, la libertad, la justicia, la seguridad, la paz y el desarrollo integral de la persona». Si el lenguaje político se convierte en una máquina de insultos, difícilmente podrá garantizar seguridad ni justicia.
Hay que fiscalizar, sí. Pero también hay que respetar. Porque si destruimos la autoridad por dentro, no habrá institución que aguante por fuera y vamos a afectar la gobernabilidad, porque nadie respeta a nadie y todos se sienten con la vocación de poder insultar hasta lo más sagrado de su casa.