En tiempos de incertidumbre y crisis, la tentación de atrincherarse en discursos irreconciliables es fuerte. El país vive un enfrentamiento constante entre derecha e izquierda que ha permeado no solo la política, sino también la convivencia social y económica.
¿El resultado? Una nación fragmentada, incapaz de encontrar soluciones efectivas para sus problemas más urgentes. La verdadera fortaleza de una democracia no radica en la imposición de una ideología sobre otra, sino en la capacidad de sus ciudadanos y líderes para sentarse en la misma mesa y debatir el futuro con responsabilidad.
La diversidad de pensamiento es una riqueza, pero solo si se traduce en diálogo y acuerdos que beneficien a la sociedad en su conjunto. Es imprescindible que todos los sectores, gobierno, oposición, empresarios, sociedad civil, sindicatos y academia entiendan que la confrontación eterna no lleva a ninguna parte. De allí surge la duda de que estamos dejando a nuestras próximas generaciones.
La polarización solo deja heridas profundas, perpetúa el estancamiento y evita que se construyan las soluciones necesarias para el desarrollo del país. Se debe promover un espacio de diálogo sincero donde las diferencias sean reconocidas, pero no utilizadas como arma política.
Necesitamos un lugar donde cada actor se enfoque en construir, no destruir. Eso implica escuchar con respeto, estar dispuestos a ceder en algunos puntos y, sobre todo, comprometerse con un futuro común. El país tiene desafíos urgentes que no esperan.
La pobreza, educación deficiente, corrupción, desigualdad y crisis institucional requieren soluciones que solo pueden surgir del debate abierto y la negociación efectiva. Algo que no se está haciendo por ninguno de los sectores políticos, sociales o económicos que conforman nuestra sociedad.
La política no debe ser una trinchera, sino un puente de debate. La sociedad necesita líderes que entiendan que el progreso se construye con acuerdos, no con divisiones. Si realmente queremos avanzar, debemos dejar atrás los dogmatismos y asumir que el bienestar colectivo está por encima de las diferencias partidarias. Es momento de sentarse a hablar, de escuchar y de construir juntos.
Cuando la oposición y la sociedad utilizan como arma recurrente los recursos legales y campañas en redes sociales con la intención de obstaculizar la gestión del gobierno, puede generar una serie de efectos perjudiciales para la gobernabilidad y la confianza en las instituciones.
Por un lado, el uso constante de acciones legales puede saturar el sistema judicial y desviar la atención de asuntos prioritarios. Si bien el control y la fiscalización son esenciales en cualquier democracia, cuando se convierten en una estrategia de desgaste sistemático, pueden paralizar la toma de decisiones y generar incertidumbre entre los pobladores, sobre todo cuando somos una sociedad con un alto grado de analfabetismo.
La desinformación en redes sociales distorsiona la percepción pública, debilitando la confianza en las autoridades y dificultando el acceso a información veraz. En tiempos de polarización, las narrativas manipuladas pueden profundizar la división social, haciendo que el debate público se base más en emociones y percepciones que en la realidad.
Para contrarrestar estos efectos, es fundamental fortalecer la transparencia y la comunicación gubernamental. Informar con claridad, desmentir rumores con evidencia y fomentar el pensamiento crítico en la sociedad son estrategias clave para evitar que la desinformación y el uso excesivo de recursos legales se conviertan en obstáculos para el desarrollo del país.
Por eso no es permisible que un funcionario público, de la talla de Santiago Palomo, secretario de Comunicación de la Presidencia, publique un video institucional burlándose de la información de un opositor, sea quien sea, porque eso constituye una falta de respeto cuando su función es desarrollar la Política de Comunicación del Estado. Es necesario conservar el respeto, porque después no vamos a poder pedir que nos respeten.