El Doctor del Agua
Papá y mamá, cómo me gustaría que leyeran esto, escuchando Un madrigal de Los Tres Ases (https://music.youtube.com/search?q=un+madrigal).
Tengo dos fotografías en el viejo álbum de niñez que está en casa de mis padres. En ellas, apenas tenía cuatro o cinco años. En una llenamos un recipiente blanco con agua en la casa de unos amigos, en la otra, mi padre y yo nos bañamos a cubetazos bajo el sol en el patio de nuestra casa en Kaminal Juyú. El agua ya escaseaba entonces y había que acarrearla.
Han pasado más de 43 años desde esas imágenes. La ciudad ha cambiado, pero en la casa de mis padres el agua sigue llegando solo unas horas al día.
Pero hay cosas que no han cambiado. Nunca he visto a mi padre beber mucha agua, a pesar de nuestras insistencias y las recomendaciones médicas. Siempre me impresionó su capacidad física: jugaba fútbol en liga mayor en el IRCA y en la USAC como capitán de su equipo, y mucho después enfrentaba a jóvenes veinteañeros cuando él ya era veterano, los aguantaba y muchas veces los superaba… todo sin apenas tomar un sorbo de agua. A medio tiempo, como mucho, un vaso pequeño.
Mi madre, en cambio, vive tomando agua con sus medicinas. Cuando le recuerdo la importancia de hidratarse, me responde con su lógica tranquila: «Ya tomo mucha agua con las medicinas y con mi cafecito.»
En la mesa familiar, a la hora de comer, aunque haya agua o refresco, siempre me ofrecen beber café. Y aunque les repito que el café deshidrata, que prefiero tomarlo después de comer, la tradición sigue siendo la misma.
Como en muchos hogares de Guatemala, el agua es testigo de lo cotidiano: el silbido de la jarrita de café avisando que ya está listo, el vapor de la olla de presión cocinando frijoles, el sonido del agua en el lavatrastos o la ducha, la manguera colgada en el jardín para regar los arbolitos y las flores que todavía resisten en una ciudad que se seca cada día más.
El agua también está en nuestros recuerdos más felices. En las fotos de infancia donde, junto a mi hermana, enterrábamos a mi padre en la arena con el mar de fondo. En aquella noche en la que dormimos en el carro porque la casa donde nos hospedábamos estaba siendo devorada por la marea alta. En las piscinas de Amatitlán, donde íbamos para ver las aguas termales brotar en nubes de vapor en los campos que hoy son naves industriales.
“Ya se ve la barranca y el puente
Y mi perro me viene a encontrar…”
Hace poco leí un artículo escrito por el actor Steve Martin sobre su padre. En él, cuenta que en su lecho de muerte su padre le confesó: «I wish I could cry, I wish I could cry.» («Ojalá pudiera llorar, ojalá pudiera llorar.») Steve le preguntó: «What do you want to cry about?» («¿Por qué quieres llorar?») y su padre respondió: «For all the love I received and couldn’t return.» («Por todo el amor que recibí y que no pude devolver.»)
Las lágrimas son agua con memoria, un océano en miniatura donde el alma se derrama y deja sus huellas en la piel. También en mi casa vi algunas lágrimas. No solo las mías—las de un niño rebelde, triste o emotivo—sino también las de mi madre, lágrimas que no entendía a mi edad. Lágrimas por la pérdida de seres queridos. Y, en raras ocasiones, lágrimas de mi padre; a él solo lo vi llorar cuando murió su madre y cuando recibió la noticia de la muerte de su mejor amigo, Willy. Recuerdo esas lágrimas porque fueron las de mi héroe indestructible.
“En el fondo se ve mi arroyito
Que todas las tardes
Me suele arrullar.”
En la casa de mis padres, el agua también llenó pequeñas piscinas plásticas para que los nietos disfruten la Semana Santa. Piscinas colocadas al sol para que no esté tan fría el agua, o quitaditas del hielo con agua calentada en ollas. Es un acto sencillo, pero que resume la esencia de un hogar: el agua está ahí, como un testigo silencioso del amor en los pequeños gestos.
Con todo el caos de la capital, intento volver poco. O al menos, solo cuando el trabajo o los compromisos lo requieren. Y eso me ha alejado de los sonidos del agua en la casa de mis padres, de la cotidianidad que alguna vez fue mía.
“Qué bonito es el sol de mañana
Al regreso de la capital.”
Hoy quiero escribir estas palabras para que ellos las puedan leer. Para que sientan en ellas mi más profundo amor.
Que me perdonen si alguna vez los entristeció una lágrima mía de adulto. O si, aún en su vejez, tienen que exprimir la fuerza de su octogenario árbol, enraizado al suelo, para pedir por las cosas buenas que todos anhelamos, y por las que a veces padecemos.
Y que me recuerden cuando rieguen ese jardín que les dejé. Cuando observen el color de sus flores o la visita de las aves. Porque en cada brote, en cada hoja, en cada gota que humedece la tierra, sigue estando todo lo que soy.
-En memoria de nuestro amigo “El Teniente”, Arturo Oliva RIP-.