El 5 de noviembre fue electo Donald Trump. Las encuestas vaticinaban una pelea reñida en el colegio electoral, así como en el voto popular. EE. UU., hay que recordar, no elige al Presidente por mayoría de voto popular, sino por la suma de votos electorales de cada Estado (asignados de acuerdo a peso relativo según último censo), debiendo sumar 270 de 538 totales. En EE. UU., la pelea electoral en realidad solo se dilucida en los “swing states” o los únicos estados que no son fijamente Demócratas o Republicanos, los cuales – en los últimos ciclos electorales – son Michigan, Wisconsin, Pennsylvania, Arizona, Nevada, Georgia y Carolina del Norte. Las encuestas indicaban que Kamala Harris tenía fortaleza en la Blue Wall (“Pared Azul” como se le llaman la jerga electoral a Minnesota, Wisconsin, Michigan y Pennsylvania) y Donald Trump tenía su baluarte en los estados del Sun Belt (“Cinturón de Sol”, los estados de Arizona, Georgia, Carolina del Norte y Florida).
Al final, Donald Trump no solo ganó el voto popular (el conteo sigue, pero el estimado de Nate Silver al día de hoy, es que de 156 millones de votos, Trump ha obtenido 77.8 millones (49.8%), Harris 75.5 (48.4%) y otros candidatos 2.7 millones (1.7%)) y no solo ganó y perforó la Blue Wall al ganar por la ínfima suma de menos de 140,000 en los tres estados de Michigan, Wisconsin y Pennsylvania, si no además barrió con los estados del Sun Belt ganando Arizona, Georgia, Carolina del Norte, Florida y hasta Nevada que era hasta hace poco de inclinación Demócrata por los resabios de la estructura de Harry Reid (exlíder del Senado, que tejió la “Reid Machine”). Ahora bien, los Republicanos no solo ganaron la presidencia, si no además lograron mayoría en el Senado (al día de hoy 52 escaños están asignados a los Republicanos, 47 a los Demócratas y aún se sigue contando votos para determinar el ganador en Pennsylvania) y están en camino según proyecciones a obtener una mayoría muy pequeña en la Casa de Representantes o la Cámara Baja con una proyección de 219 escaños (218 se gana mayoría, pero todavía se siguen contando votos en 11 contiendas con resultado incierto en muchas de ellas).
Mucho se está discutiendo acerca de cómo un pueblo de primer mundo pudo elegir a una figura tan controversial acusado de racista y misógino, que a la vez ya se conocía su forma de gobernar errático y que estaba siendo acusado de retener ilegalmente información confidencial de seguridad nacional y de orquestar un esquema para invalidar las elecciones del 2020. Para algunos, en los cuales me incluyo, es difícil entender cómo una población pudo querer un cambio de administración cuando esta llevó a cabo exitosamente la salida y recuperación de la pandemia, tiene una tasa de desempleo de 4% con los indicadores económicos más robustos en 50 años, con los índices de la bolsa del Dow Jones en el históricos máximo (ayer a 43,910.98) y con un boom de construcción de infraestructura pública y de fábricas de alta tecnología, chips y de energía verde que no se ha visto nunca, lo cual está causando un renacimiento de la manufactura en EE. UU.. Pues resulta que como alguna vez dijo Alfonso Portillo “el asfalto no se come” y el electorado estadounidense votó por un cambio por el alto costo de vida debido al repunte de la inflación en 2022 que encareció el costo de vida de todos los estadounidenses en un acumulado de 20% y por el creciente desacuerdo en ciertas políticas de inclinación demócrata en relación a temas sociales como la protección de la comunidad LGBT. Lo cierto es que si bien, ha sido por márgenes estrechos, EE. UU. entero, con excepción de Colorado y ciertos suburbios de Atlanta, han virado su voto en relación al 2020 a una preferencia republicana y les ha otorgado un control casi irrestricto del gobierno federal.
¿Qué significa esto para Guatemala? Pues Guatemala ya ha sido fogueada en las inclinaciones de Donald Trump y su política exterior. Por un lado, está el sector de la población con inclinaciones religiosas que ve con buenos ojos que él va a dirigir las políticas de EE. UU. hacía promover posturas contrarias hacia la agenda LGBT y a rechazar la promoción del aborto. Otros recuerdan con alegría como por acuerdos transaccionales (mover la embajada en Israel a Jerusalén y convertirnos en 3er país seguro) la administración Trump le quitó apoyo a la CICIG. En la cara contraria, un sector de la población apunta que el origen de la regresión autoritaria que ha existido en Guatemala y la captura de la justicia tiene su origen en precisamente en haber dado su visto bueno a la finalización del mandato de la CICIG. Como siempre, desde que entró a la vida política, Trump divide a la población casi por igual a sus seguidores y sus detractores. La sociedad guatemalteca no es muy distinta en ello.
Trump ha dejado claro que el énfasis de su administración va a ser la deportación masiva de extranjeros que han entrado ilegalmente al país. En lo económico, con su consigna “America First” en campaña ofreció subir los aranceles en 200% para que “los extranjeros” paguen por entrar al mercado estadounidense tratando de buscar que al hacerlo antieconómico, estos busquen producir en EE. UU. y a la vez financiar los recortes de impuestos en 2025 que deben renovarse de la ley tributaria que se aprobó en su administración en 2017. De la misma forma, ha sido crítico de las organizaciones no gubernamentales y de las políticas del Departamento de Estado y sus programas de apoyo a organizaciones no gubernamentales en el exterior. De la misma forma, ha hecho énfasis en su política no intervencionista en guerras foráneas y en su desdén por la estructura de alianzas de defensa como la OTAN.
¿Cómo repercutirá en Guatemala? Pues todavía es un poco incierto ya que no obstante los ofrecimientos de campaña descritos arriba, no ha conformado su equipo si bien han sido anunciadas nominaciones importantes. En materia de política exterior, ha sido anunciada la nominación del senador de Florida Marco Rubio, quien es político de tinte neo conservador de línea dura, institucional y defensor del rol militar de EE. UU. en el mundo y particularmente duro en su postura sobre China, Nicaragua y Venezuela. Probablemente, con él a cargo del Departamento de Estado su énfasis va a ser contrarrestar la influencia de China en el país y en la región y va a reducir el énfasis de la misma a apoyo a ONG´s y, sobre todo, al combate de la corrupción como eje central en Guatemala para ser reemplazado en la cooperación para detener la migración irregular y el combate al narcotráfico. Dependiendo de su enfoque esto pudiera traer réditos positivos para Guatemala.
En materia económica, aunque no se han esbozado aún sus planes de elevar aranceles, una consecuencia posible de elevar aranceles es que las empresas que fabrican en China u otros países a quiénes les sean dirigidos estas políticas, vayan a mover su producción a Estados Unidos. Esto afectaría la apuesta de “nearshoring” que está tratando de promover el país con “Guatemala No Se Detiene”, porque en lugar de tener incentivos para producir en Guatemala o en la región, las tendrán para instalarse en EE. UU., salvo que el andamiaje de DR-CAFTA les pueda favorecer (y en tanto este no sea modificado como lo hizo con NAFTA en su gobierno pasado). Esto es una gran incógnita aunque pudiere tener repercusiones importantes en Guatemala que está tratando de promover su posición geográfica como corredor logístico y de manufactura ligera.
Adicionalmente, el enfoque en detener la migración irregular puede traer consecuencias inusitadas al país porque se ha convertido inusualmente dependiente de las remesas. Si debido a las deportaciones y al cierre de la frontera se reducen los ingresos por remesas de forma considerable, el país puede sufrir una desaceleración considerable, ya que las remesas son el sostén del consumo interno del país y de la construcción.
En fin, el tablero político de EE. UU. se ha volteado y ha dado, aparentemente, un giro de 180 grados, más pronto que tarde sabremos que le puede esperar a Guatemala, pero lo cierto es que la línea que se tenía va a ser distinta a la que se ha seguido en cuatro años. Esperemos que en estos próximos cuatro años se apoyen las fuerzas pro-democracia en el país y no las inclinaciones autoritarias de algunos que celebran el cambio de dirección en EE. UU..