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Contaba en la columna anterior que la primera semana del viaje nos movimos por nuestra cuenta. Con camioneta rentada enfilamos al norte, a la “Galilea de los Gentiles”. Transitando por carreteras de primer mundo nos adentramos en medio de valles agrícolas bien irrigados; olivares y huertas, así como campos para cultivos anuales. Por ser diciembre las cosechas ya se habían recogido y la tierra descansaba, preparándose para recibir la semilla en la primavera. Esta región septentrional es territorio judío al punto que en un supermercado tuvimos que hacer uso del celular para lograr traducir etiquetas de los productos. Todo estaba en caracteres hebreos que, la verdad, me cuesta descifrar. Sin embargo, hay núcleos de población árabe; por ejemplo, para subir al Monte Tabor atravesamos un sector claramente árabe que cursamos con toda tranquilidad. Algunos sitios pues, están poblados por judíos y otros por árabes.

Desde nuestro hospedaje en una casa cerca de Tiberíades, planificamos viajes de un día: a Nazaret, al Monte de las Bienaventuranzas, Magdala y ruinas de otros sitios ribereños del Mar de Galilea, también fuimos al citado Monte Tabor. Precisaban ser selectivos porque los días son pocos para tanto sitio que visitar. En nuestro retorno al sur, de regreso a Judea, pasamos por Megido, la ciudad reservada para la gran batalla, el choque decisivo entre las fuerzas del bien y del mal: el Armagedón. Lugar místico, muy interesante.

En la segunda semana estuvimos en Jerusalén y sus alrededores. Nuestro guía –aquí sí contratamos uno—nos llevó a Belén, más bien a las cercanías de Belén porque no era recomendable que su microbús, con placas israelitas, ingresara a esa ciudad. Nos dejó en un área “fronteriza”. Es que Belén está bajo control palestino, por eso tuvimos que pasar por varios puestos de control. Nos llamó la atención que habitan muchos cristianos árabes que, como buenos comerciantes, se nos acercaron para ofrecer sus productos. Hablando con ellos manifestaron sentirse cómodos aunque conscientes que son la minoría y cada vez menos. Muy amables y abiertos. En ningún momento nos sentimos incómodos, inseguros. Todo lo contrario, con amplio espacio para gozar de una visita memorable.

Cinco días no son suficientes para conocer Jerusalén y sitios cercanos. Ni de lejos. Pero al menos visitamos los lugares más representativos. La visita estelar era, sin duda alguna la Ciudad Vieja. Visitamos el sector cristiano, el armenio, el judío y el musulmán. Platicamos con la gente que, igualmente y como buenos vendedores eran muy amables procurando compradores. Claro, nos comunicábamos en algo parecido al inglés porque nulo es mi dominio del árabe o del hebreo.

La única salida de Jerusalén fue una visita al Mar Muerto; pasamos a la par de Jericó pero, por las mismas razones de Belén, no entramos. En una gasolinera y parada de refresco un ingenioso vecino, árabe, ofrecía montadas a un camello, una experiencia algo carita de la que muy pocos pueden presumir.

No escapa al ojo del visitante que conviven tres comunidades diferentes, por un lado los judíos y por otro los árabes (o palestinos, si usted prefiere); a ellos se agregan los visitantes, tanto de América y Europa occidental como de países orientales. Abundan los rusos o eslavos, cristianos ortodoxos que se persignan “al revés”, de derecha a izquierda. Ese mismo ojo se agudiza y fácilmente descubre los rasgos físicos distintivos, así como las características de los diferentes sectores poblacionales. Los barrios judíos, ya sean módulos modernos que contrastan con los sectores ultra ortodoxos como Mea Shearim y los asentamientos palestinos.

En Israel uno de cada cinco habitantes es árabe (un 21% de los 10 millones de habitantes). Cabe señalar que dentro del segmento árabe se incluyen árabes cristianos; en Belén o Nazaret, por ejemplo, conviven armónicamente ambas comunidades, ambas árabes. Ningún problema entre ellos como tampoco con los samaritanos, drusos, bahaíes, beduinos, entre otros núcleos de población. Estos ciudadanos árabes, poco más de 2 millones, tienen nacionalidad y pasaporte israelí. Son pues “árabes de Israel”, ciudadanos de Israel con plenos derechos. En un sentido no son diferentes de los otros árabes palestinos que viven fuera de las tensas fronteras del estado israelí. La única diferencia es que los citados dos millones tienen nacionalidad israelí y poco a poco se han ido acoplando al sistema de vida del país.

Con todo el ambiente apacible nos permitió concentrarnos en aquellas devociones que venimos atesorando desde niños. ¡La Tierra Santa! El mismo polvo que pisó Jesús, los mismos paisajes que contempló; los lugares donde vivió, murió y resucitó Nuestro Señor. Ciertamente había retenes militares bien aperchados en diferentes esquinas. Patrulleros jóvenes de buena estampa y jovencitas guapas, algunas parecían modelos. Todos con sus rifles colgando y sus equipos de comunicación. Es que allá no dependen de soldados profesionales para mantener su Estado, los mismísimos jóvenes recién salidos de la secundaria son quienes prestan el servicio militar. Y, lo hacen de buena gana, defienden su nación hebrea como lo han hecho sus ancestros desde hace más de tres mil años. Pero no parecen estar dispuestos para control o un desorden callejero, esas patrullas más parecen estar pendientes de un atentado terrorista.

En Israel se ha establecido una armonía particular, un balance sui generis. Ciertamente, los árabes son como ciudadanos de segunda categoría, pero aún así, parecen estar acomodados, sintiéndose en mejor posición que los palestinos “de afuera”. Hablé con varios de ellos y no percibí tensión ni agresividad retenida. Lo que sí noté es una especie de incomodidad entre ambas comunidades, como aquellos vecinos de un condominio que se caen mal, pero se tienen que aguantar.

Como dato curioso, en la selección israelí de fútbol hay varios jugadores árabes, valga mencionar a Mohamed Abu Fani, a Mohamed Jaber (obvios nombres árabes), también Anan Kalaili, Munas Dabur y Taleb Tawatha, entre otros.

En resumen, el viaje fue muy apacible. Claro, en esos días no había “estado de guerra” como lo hay en estos días de noviembre del 2025. En ese entonces, hace cinco años, no sentimos inquietud alguna. Los sitios cristianos, casi todos en manos de órdenes católicas, eran remansos de paz. Curiosamente donde notamos algo de fricción fue en el mismísimo corazón de la cristiandad, la Basílica del Santo Sepulcro. Las únicas “caras largas” que vimos fue en este sacratísimo recinto –que resguarda el Calvario y el sitio de la Resurrección– pues se mantienen en fraternal escaramuza las órdenes religiosas griego ortodoxas, ruso ortodoxas, católico romanos, católico orientales, jacobitas, coptos, etc. Se miran entre sí con ojos afilados y gesto amenazante. Nos informaron que a veces se pelean, casi de puños, por las secciones del atrio que cada grupo considera como propio y por ende quieren barrer. Cosas veredes, Sancho.

Luis Fernandez Molina

luisfer@ufm.edu

Estudios Arquitectura, Universidad de San Carlos. 1971 a 1973. Egresado Universidad Francisco Marroquín, como Licenciado en Ciencias Jurídicas y Sociales (1979). Estudios de Maestría de Derecho Constitucional, Universidad Francisco Marroquín. Bufete Profesional Particular 1980 a la fecha. Magistrado Corte Suprema de Justicia 2004 a 2009, presidente de la Cámara de Amparos. Autor de Manual del Pequeño Contribuyente (1994), y Guía Legal del Empresario (2012) y, entre otros. Columnista del Diario La Hora, de 2001 a la fecha.

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