Domingo XXVIII tiempo ordinario, homilía Nuestra Señora del Pilar.
A lo largo de estos 21 siglos los católicos nos hemos caracterizado por una filial devoción a la madre de Jesús. Unos tienen más apego que otros y también hay preferencias en las advocaciones de la Virgen, para uso Nuestra Señora de Guadalupe, otros Fátima, Lourdes, Medjugorje, La Merced, El Pilar, etc.
Es por este particular afecto que los católicos hemos sido criticados. En aquellos turbulentos años del siglo XVI y XVII, cuando se desataron las guerras religiosas, los protestantes censuraban el culto a la Virgen y de esa cuenta se referían a los católicos como “marianos”, “maristas” o que practicaban “mariolatría”, entre otras denominaciones con sesgo peyorativo. La mayor crítica era que adorábamos a la Virgen. Nada más falso.
La creencia central del cristianismo gira alrededor del misterio de la Encarnación. Jesucristo, “nacido antes de todos los siglos”, tomó la forma y la experiencia humana. Se rebajó a ser uno de los nuestros con los que se equiparó “salvó en el pecado”. Por lo mismo resaltan todos los aspectos de esa humanidad que el mismo Jesús escogió para salvarnos. Cuando alguien profundiza en el misterio cristiano más se sumerge y reconoce los aspectos mundanos, cotidianos, familiares, coloquiales de la vida del Señor. Por eso la ternura al ver al recién nacido en el pesebre; la alegría de compartir las bienaventuranzas del monte; el dolor por los sufrimientos de la pasión y el regocijo por la triunfante resurrección. En ese contexto de lo humano ¿qué puede ser más excelso que la cercanía con la madre?
Muchos hermanos separados tratan de minimizar el papel de la Virgen, pero dejemos que se expresen los propios Evangelios que contienen la palabra de Dios. Para empezar, el saludo del ángel Gabriel que traía un mensaje del Altísimo: “Llena eres de gracia”. Al decir “llena” está afirmando que no hay espacio en la existencia de María que no esté iluminado con la gracia. Llena, plena, total. Más adelante afirma el mensajero de lo Alto: “Bendita eres entre todas las mujeres”. En pocas palabras es una expresión de lo que Dios ha decretado.
En todo el misterio de la venida de Cristo la Virgen ha sido únicamente un medio, una intermediaria, un recurso del que la divinidad se valió para entregarnos al Salvador. Por lo mismo la figura central es Jesús. Por ende, toda la devoción debe ser dirigida a Jesús, o como se dice en la liturgia: “Al Padre por Cristo en el Espíritu”. De esa cuenta el culto a María debe ser moderado y nunca se debe sustituir por la debida adoración a la Santísima Trinidad. Cabe señalar que, en la oración más emblemática, el Rosario, en cada Ave María repetimos las palabras del ángel, luego bendecimos a Jesús –“fruto bendito de tu vientre”– y en la parte petitoria le pedimos que se incline ante el Altísimo: “ruega por nosotros, pecadores.”
En la cita de este domingo XVII muchos críticos quieren entender una actitud negativa de Jesús; en efecto, quienes critican la devoción a María tratan de ver en este versículo un equivalente de rechazo o que le resta importancia al papel de su madre. Pero es lo contrario, ya quedó asentado en el texto bíblico que a la Virgen la “llamarán bienaventurada todas las generaciones.” No necesita de reconocimientos adicionales. Además, si alguien escuchó la palabra de Dios y la guardó en su corazón y la puso en práctica es ella, María: “he aquí la esclava del Señor”. Pero esa misma excelsitud, esa misma dicha se extiende a usted estimado lector/a, a nosotros, a todos los que oyen la palabra de Dios y la guardan.
Ahora bien, regresando al aspecto humano, esos pechos que brindaron al Jesús infante, tierno, esa nutricia maternal y ese bendito vientre en el que estuvo nueve meses. Si la tierra que pisó es tierra santa, imagínate el vientre donde estuvo formándose. Pero la temática central de esta lectura no se trata de resaltar las virtudes de la Virgen (no hace falta); debe centrarse en las palabras del Mesías en el versículo siguiente (11:28): “Más bien, dichosos los que oyen la palabra de Dios y la guardan”. No basta con escuchar la Palabra, hay que cumplirla.