Si me hubiese tocado en suerte (no sé si buena o mala) vivir en la España de los años 30 del siglo pasado hubiera trastocado mis prioridades. Yo, que soy republicano y fiel devoto de un estado de Derecho hubiera terminado siendo acérrimo seguidor de un dictador y un declarado monárquico. Es que, cuando las fuerzas opositoras se concentran en sus esquinas, los espacios se reducen; la creciente tensión va dejando pocas opciones para los estadios intermedios. Es el fenómeno de la polarización, la fuerza de gravedad de los agujeros negros que no dejan escapar ni la luz ni la radiación. Ni la inteligencia. Es la atracción de los extremos. Trataré de explicarme: me considero liberal clásico, seguidor de un Estado de derecho y republicano. Como tal, me opongo a las monarquías y, con mayor razón, a las imposiciones y caprichos de un usurpador del poder. También me declaro católico, practicante y, como consecuencia, respetuoso a rajatabla, de la creencia que practique cada uno.
Esos mismos principios los esgrimiría en aquellos años (dejando de lado externalidades que no se pueden integrar en un análisis metafórico). Hubiera empezado, pues, siendo un republicano. ¡Viva la Segunda República Española! Ésta se estableció en 1931 tras la abdicación de Alfonso XIII; quedó un vacío de poder y lo ocuparon, claro está, aquellos grupos más disciplinados y que ofrecían “el paraíso de los trabajadores”: los socialistas y comunistas. Hábiles manipuladores de las masas. En los primeros años, escondieron sus verdaderas intenciones, pero la victoria electoral de 1936 los envalentonó y descubrieron sus reales propósitos. Se quitaron las máscaras; desnudaron sus torcidos caminos. De esa forma impusieron un socialismo extremo; expropiaciones “a los ricos”; impulso a los sindicatos extremistas que provocaron la paralización de empresas; reforma agraria que provocó anarquía en la producción agrícola. Promovieron la desmembración de España (cosa diferente es el reconocimiento de las autonomías provinciales). Se aliaron con los países comunistas ¡Viva el camarada Stalin! y les abrieron las puertas de España (y a su oro), especialmente la entonces Unión Soviética. Por eso, a pesar de mi convicción republicana, no podía estar de acuerdo con tantos desmanes.
Pero había más, atacaron directamente a la Iglesia Católica, pilar fundamental en la conformación de la identidad española. Confiscaron los conventos, a tal punto llegó el furor y el resentimiento que se dejó campo abierto para que violaran a las monjas y maltrataran a los seminaristas. A los curas los mataban por ser los culpables del engaño de las gentes (siguiendo al perverso Lenin: “la religión es el opio del pueblo”). Tan contradictoria y obnubilada era la mente de los “republicanos” (o rojos) que, tomando las antorchas con la mano izquierda, se persignaban antes de entrar en el templo que iban a quemar. Profanaron festinadamente las imágenes religiosas y objetos rituales. Conformaron comités de barrio, de manzana, de sector, con el único objeto de controlar a los vecinos. Su poder era creciente y, aparentemente, incontenible. ¿Dónde estaba la población tan católica frente a todas esas atrocidades? Pues estaba sumisa, temerosa, controlada. Para perpetuarse en su régimen oprobioso, instauraron educación laica para indoctrinar a las nuevas generaciones, contaminaron la mente de los niños con ideas laicas, rayando en el ateísmo. Conceptos progresistas. Promovieron el resentimiento y la idea de revancha. Los únicos dioses eran Marx y Lenin, y también el citado Stalin.
En ese horrible contexto yo hubiera congelado mis convicciones republicanas. Como hombre de Derecho hubiera también dejado el imperio de los jueces para que las disputas las resolviera, en última instancia, el “Caudillo” o la autoridad civil. Es que no hubiera tenido alternativa. No podría estar del lado de los resentidos de los siglos que no querían progreso, querían revancha. No podía estar del lado de los que envenenaron las mentes de los niños. No podía alinearme con los sacrílegos. No estaría de acuerdo con aquellos que asfixiaban la libertad. Con el brazo levantado entonaría: “Cara al sol con la camisa nueva” y traería prendidas “cinco rosas, las flechas de mi haz”.
No estoy haciendo llamado a la acción, ¡Aux armes citoyens! No. Pero sí, hago fuerte llamado para romper la pasividad, para dejar esa indolencia que, como barcos al garete, flotan sin dirección, a merced del viento y de las olas. A disposición de la vocinglería, de las redes sociales, de las ideas subliminales que se van filtrando hasta constituirse en verdades o paradigmas. No seamos ingenuos. Tenemos que despertar ante esa guerra de ideas que se está desarrollando a nuestro alrededor. Conozcamos nuestros principios y aprendamos a defenderlos… Mientras haya tiempo.