Los biógrafos de Thomas Jefferson cuentan que el padre fundador estadounidense tenía, entre muchas otras peculiaridades, una Biblia “personalizada”. En efecto, cortaba pasajes, citas, parábolas, etc. de una Biblia y dichos recortes los iba pegando en un cuaderno que, al final, venía a ser una versión muy “jeffersoniana”. No se conocen los criterios de esa selección. Traigo a colación lo anterior porque será tentador para algunas personas recortar algunos versículos del Evangelio de este domingo para confeccionar su propia versión del texto sagrado.
En esa misma inspiración, alguien de mente sesgada, podría resaltar las picardías del administrador que, al anticipar su despido –por denuncias que le llegaron al amo de sus anteriores malos manejos– y siendo ya viejo y cansado, decidió “preparar su retiro” ofreciendo ventajas (rebajas) a los deudores de su señor. Más transas. Es que sin el empleo (y sus extras, claro está) el administrador se iba a quedar en la calle; tendría que mendigar. Es evidente que en aquella época no había asomo de seguridad social, esto es, pensiones de vejez tipo IGSS. Por lo mismo el administrador actuó con sagacidad, acomodándose con los deudores de su jefe. De esa forma a quien tenía que pagar a su jefe 100 barriles de aceite le redujo la deuda a solo 50 barriles. A quien debía 100 fanegas de trigo le rebajó a 80. Hasta allí la artimaña, pero varias lecturas se desprenden del texto. En primer lugar, al dueño le llegaron rumores de las fechorías anteriores (por eso lo iba a despedir), pero no mostró especial enfado ni lo denunció a las autoridades, sencillamente tomó la decisión de despedirlo (con causa justificada, conforme el artículo 77 del código de trabajo). Luego, al enterarse de las “rebajas” a los deudores, no estalló en arrebato de enojo. No reprendió directamente al administrador ni llamó a los alguaciles para que lo llevaran al calabozo. Por el contrario “el amo felicitó al administrador injusto, por la astucia con que había procedido”. Así es. El párrafo termina allí, no habla de reacción, al contrario, complementa diciendo que “los hijos de este mundo son más astutos con su gente que los hijos de la luz.” En un sentido nos quedamos como Jonás, exigiendo el castigo, y fuerte, en contra del malvado. Por cierto, los deudores participaron, muy contentos, de la estafa al dueño; ninguno se rasgó las vestiduras ni dijo “estas marufias no van conmigo”.
Para abonar en la confusión se agregan palabras del propio Jesús: “ganaos amigos con el dinero de iniquidad, para que, cuando os falte, os reciban en las moradas eternas.” En el texto se marca una distinción entre la forma de obtener las riquezas y la forma de utilizarla. No se critica directamente a la codicia; ello se hace, repetidamente, en otros pasajes evangélicos, por ejemplo “acumulad riquezas que no se pudre, ni corroen ni se los roban (Mt. 6,19)”, “de qué le sirve al hombre ganar el mundo si pierde su alma” (Mc. 8, 36), “insensato, esta noche se te va a pedir el alma” (Lc. 12, 20), “la vida del hombre no depende de la abundancia de bienes” (Lc. 12,15). Pero esa sanción a la codicia no parece ser el punto central de los capítulos que hoy nos ocupan.
De hecho, Jesús se refiere al “dinero de la iniquidad”. Se está refiriendo al uso del dinero sucio. Extraño mensaje. Claro, no está condonando ni premiando las mañas para la obtención del dinero, hace abstracción por un momento de esos mecanismos para agenciarse fondos y se enfoca en la forma de gastarlo. Las consecuencias y castigos por las malas artes para gestionar dinero habrán de considerarse por separado. Lo que se desprende de este texto es que, aún los perversos pueden utilizar en bien los dineros mal habidos como primeros pasos a una total redención. Después de todo, todo el oro pertenece a Dios. “Pues si no fuiste fieles en la riqueza injusta, ¿quién os confiará la verdadera?”
En concordancia con el evangelio, la primera lectura es del profeta Amós, el más “social” y contestario de los profetas menores quien constantemente reclama en favor de los pobres y reprende la mezquindad (la explotación, acotarían muchos) de los mercaderes y negociantes a quienes parecía estorbarles las interrupciones propias de las fiestas sacras. Es claro que Amós advierte de esa actitud codiciosa que no entiende del beneficio colectivo y que, tampoco, respeta los días rituales. Critica que lo único que a algunos importa es hacer más dinero.
Al final del texto de esta semana (Lc. 16, 13) el mensaje retoma el tema de la avaricia en una interesante dialéctica: “ningún siervo puede servir a dos señores, porque amará a uno y aborrecerá al otro.” (Ojo, todos somos siervos). En otras palabras, el que estima el dinero aborrece a Dios y el que ama a Dios menosprecia el dinero. No hay medias tintas: “nadie puede servir a Dios y al dinero”.
Como en todos los textos sagrados, podrán haber comentarios, glosas, interpretaciones pero la más importante es cómo la reciba usted, estimado/a lectora/a; después de todo, para usted van dirigidas las palabras del Mesías.