Vivir en libertad no es fácil. Menos lo es vivir bajo una tiranía. No tanto por el dictador sino por el círculo de arrastrados, aquellos que forman la rosca pestilente que se postra alrededor del ídolo tratando de recoger algunas migajas que caigan a sus pies. Los lamebotas de siempre cuya vida gira alrededor de congraciarse con el tirano presentándole ofrendas que sean de su agrado. Como resabio de los sacrificios humanos que practicaban los mayas y los aztecas: el corazón palpitante para agradar a los dioses, la sangre líquida para aplacar a las deidades. En medio de una dictadura los sobalevas de siempre con las oblaciones más propicias. Nada mejor que ofrendar en bandejas de plata las cabezas de sus propios amigos, vecinos, colegas, hasta familiares a cambio de un baile lascivo. Qué mayor muestra de lealtad que el sacrificio de un amigo. “Los reyes disfrutan más de los que les halagan que de los que les aconsejan, aunque estos últimos sean más útiles”. (Frase de Maquiavelo que el autor cita, página 111). La dilación, el chisme extendían sus oprobiosos tentáculos en todas las tertulias, fiestas, ferias, competencias deportivas, etc.
Ninguna conversación estaba libre de la sombra tenebrosa de la denuncia. Ese aire tóxico es el elíxir de una tiranía. La confianza, esencial elemento de cohesión humana, no existía. Siempre había una “oreja” atenta, una lengua dispuesta. No hacían falta los infiltrados, ni espías; los sapos surgían como brincando en un charco.
Este turbio escenario nos lo presenta magistralmente el doctor Milton Argueta en su reciente libro “De cara al sol”. Nos transporta con su hábil pluma a la Guatemala de 1906. La capital, una ciudad cerrada y bajo aberrante control del Benemérito de la Patria, el Protector de la Juventud Estudiosa, el mismísimo dictador que 8 años atrás arrebató el poder tras la muerte misteriosa de don José María Reyna Barrios siendo Estrada Cabrera el “primer designado” y ministro de Gobernación. ¿Misteriosa muerte? No, querido Watson, elemental.
El relato que se nos presenta no es un abstracto, cobra vida. Argueta da seguimiento de las actividades de varios actores con quienes llegamos a familiarizarnos. Para empezar, el tirano, con sus prácticas esotéricas, sus supercherías; su esquizofrenia y sociopatía; su relación con la gitana Vanushka (gitana chiva, paisana del gobernante). Luego los protagonistas, ciudadanos que no hacían más que vivir su vida de manera normal. Nosotros los vemos ahora en la perspectiva del tiempo, desde los palcos de la Historia. Pero ellos no, ellos se levantaban todas las mañanas, iban a sus actividades. Se afanaban en sus profesiones o negocios y de su esparcimiento. Jóvenes dinámicos que querían una mejor Guatemala y por ello sufrían la ignominia de respirar el aire enrarecido. Querían respirar a pulmón abierto el oxígeno de la libertad. Por eso estaban dispuestos a cortar de raíz con el origen del mal: el propio presidente. Un abogado de Quetzaltenango (acaso el único en esa secuencia de dictadores que hemos tenido, Barrios solo era notario) que, en 1898, a los 41 años, concluía el período presidencial de de don Chemita Reyna, y en las elecciones de 1904 ¿qué creen? Pues ganó las elecciones por abrumadora mayoría (lo que habría de repetir en 1910 y 1916) e impuso un régimen aplastante que controlaba todas las actividades de los ciudadanos. La policía y el ejército estaban totalmente al servicio del Benemérito. Ah, también el Organismo Judicial. Qué raro, ¿verdad?
Milton nos asoma a una ventana de esa Guatemala de 1906. Los almacenes como Las Novedades y La Perla. Las casas cerradas para entretención de caballeros, como Las Americanas, La Mansión de Venus (¡qué tal!), El Iris, El Edén, así como a Rosa Trabanino, la Madame. También del temible coronel Pedro Villatoro, director de la “Penitenciaría” (la Trencha). También nos transporta el autor a la clínica del doctor Ávila Echeverría, al punto que casi tocamos los frascos alineados en los estantes y sentimos los efluvios de alcohol y cloroformo; al bufete del hermano Enrique Ávila, con sus muebles de madera llenos de libros y Protocolos, sus máquinas de escribir tipo tractor con papel carbón. Nos habla de los landós, los cocheros con sus látigos (había muy pocos automotores), al punto que casi sentimos el olor de las bostas y escuchamos los cascos sobre el empedrado.
Esos 5 decididos jóvenes, casi todos profesionales, acordaron un plan para dar muerte al presidente. Luego se adhirieron 4 más al proyecto. Después de mucho pensar decidieron el plan de “la bomba”, de esa manera, si tenían éxito se desmantelaría todo el aparato represivo y nadie investigaría. Había riesgo, pero podía estar bajo control. Eran muy valientes, pero no tontos. Con mucho detalle va el autor llevando el hilo conductor de las reuniones que los conspiradores que se reunían en el Callejón de La Cruz y votaban. La decisión del método a utilizar. La fijación de la fecha propicia, etc. Y no me extiendo en el relato para no robar a usted, lector, lectora, el gusto de leer esta preciosa entrega del novel escritor que, hasta ahora, en el mediodía de su sol, comparte su talento literario e histórico. Pero, es alguien muy exitoso en la profesión de abogado (arbitraje, sobre todo) y académico (nada menos que decano de la UFM por más de 20 años). ¿A qué horas daba tiempo para escribir?
La obra de Argueta es un tributo, un homenaje, a esos héroes de la Patria y de la libertad. Como indico, eran conscientes que en su cruzada liberadora arriesgaban mucho (ojo con las filtraciones). Exponían sus comodidades, su profesión, pero el premio, el resultado, valía la pena. El atentado (el segundo, por cierto) del 29 de abril de 1907 en la 7ª avenida y 17 calle zona uno (donde hay clínicas del IGSS), falló por inexplicables fatalidades. El tirano salió ileso acaso por protecciones desde los laberintos de la oscuridad. Después, Cabrera habría de gobernar por 13 años más. ¡Pardiez! Obvio que rechazaba a los valientes conspiradores. Luego destacó don Chema Orellana y de 1933 a 1944 don Jorge Ubico. Claramente no iban a celebrar la gesta de los valientes. Pero ahora, a más de un siglo de los hechos, los gobiernos, los ministerios de Cultura, debían desempolvar las páginas gloriosas de nuestra historia. ¡Que sí las tenemos! Y colocar en un lugar de honor a esos guatemaltecos que se sacrificaron por el bienestar de todos. “¿No alabarás, más bien, a aquel que despreciando el peligro de su vida rescate con valor la libertad común?” (Juan de Mariana, cita página 67). Un debido homenaje a Baltasar Rodil, Julio Valdez Blanco, Jorge y José Enrique Ávila Echeverría quienes, para no caer en manos de los sádicos esbirros del tirano cumplieron con el pacto de suicido previamente convenido. Ese sí fue un sacrificio propicio en el altar de la patria.
Pero, más profundo, la obra del doctor Argueta Pinto es un canto a la libertad. Esa libertad tan preciada pero también despreciada. Sí, despreciada por la ignorancia, por la indolencia, por el borreguismo. Esa ignorancia que proclama la sabiduría de las masas como verdad incuestionable. ¡Vaya insensatez! Esa libertad constantemente amenazada por los gobiernos y peor aún, por esos gobiernos que se encarnan en un tirano. Son más despreciables que la sonrisa de Medusa. Es que la libertad siempre ha sido la ambrosía de todos los gobiernos; por ello se debe mantener la constante vigilancia. Por eso no es fácil vivir en libertad.
Felicitaciones y mi agradecimiento, querido amigo Milton. Muy buen trabajo, excelente aporte. Merece unas copitas del Cardenal Mendoza que citas en la página 89 y otras.