En medio del tórrido desierto, de aire sofocante y áridos senderos, es doblemente refrescante sentir la brisa oxigenada y el perfume sutil que acaricia nuestros sentidos. Aires que llegan desde la Ciudad Eterna. Muy relajante resulta no escribir, como excepción, sobre nuestros niños desnutridos, nuestras escuelas sin techo ni pupitres, sobre los ecos de angustias que se repiten en las salas de espera de nuestros hospitales, sobre la indolencia del sistema de justicia y la descarada ambición de los funcionarios. De la estulticia y codicia de la mayoría de diputados. ¡Qué bueno cambiar de tema! Y qué mejor escribir sobre noticias tan alegres como la elección del nuevo Papa, León XIV. ¡Albricias! Gaudium et spes. Por alguna razón, acaso muy subliminal, escogió el nombre “León”, siguiendo los rumbos de otros papas con ese nombre. Al respecto van los siguientes comentarios:
León I. Es el primero, de sólo tres papas, llamados “el Grande”. También es distinguido como “Doctor de la Iglesia”. Tomó el timón de la Iglesia en momentos muy turbulentos, tanto en lo político como en lo religioso. El imperio Romano estaba resquebrajado y los pedazos se empezaban a desmoronar; mientras más grandes son, más ruido hacen al caer. Los historiadores difieren en cuanto a la fecha exacta de la caída de Roma, pero todos coinciden en que fue del 410 al 453. León fue investido papa en 440. ¿Qué tal? El avance de los bárbaros en todos los frentes era incontenible. Es famosa la escena en que León se enfrenta al poderoso y temible Atila, “el azote de Dios”, “el martillo del universo” (Rafael pintó un precioso fresco alusivo). De alguna forma convenció al huno para que no saqueara Roma. ¿Qué le habrá dicho? No lo registró la Historia. Y años después repitió la gestión, esta vez con Genserico y también logró que sus vándalos no atacaran Roma. Como un verdadero felino defendió a la Iglesia y consolidó el Credo derivado del Concilio de Nicea, unos 100 años antes. Se enfrentó también a muchas herejías y diferentes interpretaciones de las Escrituras. Combatió a los arrianos, los maniqueos, los priscilianos, los pelagianos, entre muchos otros (cabe recordar que el mismísimo Agustín de Hipona, quien había fallecido diez años antes, 430, había sido un destacado maniqueo, antes de convertirse). San León Magno plantó los cimientos de una Iglesia que había de permanecer sólida por todos estos siglos, y por todo el futuro.
León XIII. También le tocó regencia en momentos muy difíciles. El uso de la máquina de vapor (James Watt, 1777) se extendió por todas las fábricas inglesas. Se aplicó a las máquinas tejedoras y otras de tipo fabril, en sustitución de la fuerza hidráulica. Ello generó la “Revolución Industrial”, por aquellos mismos años de nuestra independencia. La sociedad se transformó y se alinearon los dos frentes: los dueños del capital y los obreros. Se denunciaron graves excesos en la contratación de servicios. Aquí surgieron las “leyes de Pitt” y otras normas muy restrictivas. La reacción se tradujo en los sindicatos, los boicots, el vandalismo, los luditas. Aprovechando la convulsión social (¡cuándo no!), y en mal momento histórico, se asomaron Carlos Marx y Federico Engels con su “Manifiesto Comunista”, 1848. La turbulencia colectiva se expandió por casi toda Europa. En Francia, la Comuna de París. El avance socialista en Alemania sólo pudo ser contenida por el genio político de Bismarck que, a cambio, implementó por primera vez, la seguridad social. En Italia el nuevo reino de tendencia liberal supuso la eliminación de los Estados Pontificios y abrió francas hostilidades contra la Iglesia al igual que la Kulturkampf en Prusia. La confusión y convulsión eran tan sensibles que la Iglesia –de mucha influencia en esa época– tuvo que hacer su pronunciamiento sobre esos nuevos fenómenos (los choques sociales), en la encíclica “Rerum Novarum” (cosas nuevas), “Sobre la situación de los obreros” en la que se reclaman salarios y condiciones justas para los trabajadores, pero, rechaza las recetas socialistas y con mayor razón el comunismo (ateo y confrontativo). Una posición justa, que en ese mundo (y peor ahora) es tan difícil mantener, como el equilibrio en medio de la tormenta con vientos huracanados que pretenden botar todo en su camino.
Con 100 años de diferencia hay curiosos paralelismos cronológicos con Juan Pablo II. León XIII fue elegido en marzo de 1878 y murió en julio de 1903, 25 años de papado. El segundo, elegido en octubre de 1978 murió en abril de 2005, casi 27 años. Los dos de largo pontificado, apenas detrás de Pedro, que fue Papa por cerca de 37 años, Pío IX, 31 años.
Hablar en español. Viendo el declive físico de Francisco pensé que nunca más tendría la oportunidad de “charlar” en español con un papa (si es que tal posibilidad hubiese). Pero no, León XIV lo habla muy bien, al estilo latinoamericano, con breve acento peruano. ¡Viva el Perú! Ojalá, Robert, dispusiera de una tarde libre para tomarnos un cafecito.
Cardenales de todo el mundo. Debe confesar que mis primeras preferencias eran por un papa africano o filipino. No quería que fueran papas italianos o europeos. El abrazo de la Iglesia debía expandirse hacia otras latitudes como una expresión de la universalidad de la Iglesia. No se me ocurrió pensar en los cardenales gringos. Pero tenían mejores luces los purpurados. Bien escogieron al nuevo líder de la Iglesia.
PD. Hay varios hitos que van marcando nuestro avance por el trayecto de la vida: Aprender a caminar. Dominar las letras y leer. La bicicleta. Los dientes de leche. La primera comunión. El vello púbico. La graduación escolar y luego la universitaria. El matrimonio. Los hijos. Los nietos. Las primeras canas. La jubilación. A esa lista agrego un hito inesperado: que el Papa tenga menos años que yo. ¡Y eso sí da que pensar!