Después de la cruenta y fratricida Guerra de Secesión (1861-1865), los Estados Unidos se irguieron como la gran potencia que creció a lo largo del siglo XX y sigue siendo hoy día. Un fenómeno curioso, cuyo análisis dejo a los sociólogos, psicólogos sociales, historiadores, entre otros: explicar el por qué se produce un gran despliegue después de una gran conflagración. Como que, de alguna forma, las guerras contienen la semilla de grandes e inmediatos desarrollos. Lo mismo sucedió con la Europa victoriosa, azotada por los horrores de la II Guerra Mundial, o Japón (después de la destrucción nuclear), la propia Alemania, Corea del Sur, entre otros ejemplos.

Terminada la guerra americana, en los mapas se dibujaron, como huellas de hormigas, los grandes ramales de las líneas férreas que fueron relacionando las diferentes ciudades y, en 1869 lograron conectar las dos costas: desde Nueva York hasta San Francisco. De todos es conocido el desarrollo del acero y sus derivados: grandes puentes y rascacielos. Del petróleo y sus subproductos. La electricidad. Los vehículos automotores. Los grandes buques y trasatlánticos. Las boyantes finanzas. Los nuevos inventos que cada año sorprendían a los ciudadanos: telégrafo, teléfono, rayos “x”, iluminación eléctrica, fonógrafo,   fue todo un “boom” y detrás de ese colosal esfuerzo estaban las “corporations”, las sociedades anónimas.

Es claro que, cualquiera de los proyectos arriba indicados, requería de financiamiento. De dinero. De pisto. Había muchos ambiciosos emprendedores que tenían ideas, pero no tenían fondos. Por ser ideas muy novedosas, riesgosas, los bancos tradicionales no les facilitaban fondos. Tampoco los financieros personales. Entonces surgió la idea de obtener un “financiamiento público”, no en el sentido “estatal” sino en sentido “popular”. Para obtener dinero de la gente los promotores ofrecían participación en las aventuras comerciales por medio de “acciones” que se plasmaban en títulos de acciones. De esa cuenta cualquier vecino podía invertir unos dólares comprando acciones de algún ferrocarril, de una petrolera, de una distribuidora de electricidad, de una fábrica de automóviles, de una minera, de una fábrica de alimentos o bebidas, de una licorera,   etc.

De esa cuenta las grandes corporaciones fueron “anónimas”, no porque esa haya sido su intención original, sino por la mecánica misma de su estructura. No importaba quién comprara acciones, lo importante era el dinero que ingresaba a las cajas por la venta de dichas acciones. Sin embargo, “de refilón”, el anonimato venía bien, así como la limitación de responsabilidades civiles en que podían incurrir los promotores (lo penal, en su caso, es aparte). El gran inversionista podría adquirir grandes lotes de acciones, pero también se abrió una ventana para el ciudadano medio que podía adquirir unas cuantas acciones. Especulación, después de todo. En esos años formativos se dieron muchos ajustes e irregularidades como la estafa millonaria, por impresión descontrolada de títulos, contra Vanderbilt en el Erie Railroad Company. Por ello se conformó la “bolsa de valores”, referente, por antonomasia, del sistema capitalista. Para ese efecto las acciones debían ser de fácil transferencia, sin muchos requisitos ni registros, por eso los títulos “al portador” eran vehículo ideal.

En la Guatemala de los inicios del siglo XX no llamó mucho la atención ese formato de sociedad anónima. Los empresarios tenían sus propios fondos u obtenían financiamiento. No les hacían falta “socios”. De hecho, no querían entrometidos. Y, contrario al anonimato, lo que distinguía a las sociedades era el buen nombre de sus socios. De esa cuenta los negocios se identificaban con los apellidos y se resaltaba la “razón social” (o sea, daban razón de quiénes eran los socios); era algo para presumir y por eso lo usaban como nombre de la sociedad o bien con alguna marca emblemática: Cofiño Stahl y Cía.Ltda.; Arceyuz Hermanos; Granai & Townson; Eichenberg; Herbruger; Ron Botrán; Imprenta De la Riva; Biener Tabush; Cementos Novella; Castillo Hermanos; Foto Serra; Casimires Capuano; Almacén Maegli; Distribuidora Canella; ABC Arimany; Librerías Fabriciano Pascual; chocolates Lorenesi; deportes Max Tott; Almacenes Paiz; supermercado Coto Escobar; entre muchas.

Pero a mediados de la centuria el formato de los negocios dio un giro de 180 grados: se empezó a implementar la sociedad anónima, no tanto por la posibilidad de obtener financiamiento (vía venta de acciones), sino, más bien, por la limitación de responsabilidad (una persona jurídica independiente) y, ojo, también por el bienvenido anonimato. Permanecen todavía algunas “compañías limitadas” pero prácticamente todos los negocios operan, desde entonces, como sociedades anónimas. El anonimato tiene aplicaciones fiscales, laborales y brinda una protección personal por cuanto no expone a los inversionistas. (Continuará).

PD. ¿Qué pasó con la derogatoria del aumento de los diputados? Es cuestión de patriotismo, de dignidad, de solidaridad. Estamos esperando.

Luis Fernandez Molina

luisfer@ufm.edu

Estudios Arquitectura, Universidad de San Carlos. 1971 a 1973. Egresado Universidad Francisco Marroquín, como Licenciado en Ciencias Jurídicas y Sociales (1979). Estudios de Maestría de Derecho Constitucional, Universidad Francisco Marroquín. Bufete Profesional Particular 1980 a la fecha. Magistrado Corte Suprema de Justicia 2004 a 2009, presidente de la Cámara de Amparos. Autor de Manual del Pequeño Contribuyente (1994), y Guía Legal del Empresario (2012) y, entre otros. Columnista del Diario La Hora, de 2001 a la fecha.

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