Desde los albores de la civilización, entre las brumas de la antigua Sumeria, los humanos hemos distinguido los días. Una medida de tiempo muy fácil de establecer, que comprende un amanecer al siguiente. De esa manera nos adaptamos a la sucesión de los días, aparentemente todos iguales pero se fueron distinguiendo, personificando cada uno que habría de ser consagrado a las deidades que gravitan por los cielos.
Los antiguos pobladores de Mesopotamia admiraban el cielo que les ofrecía un esplendoroso despliegue de diamantes que se mantenían fijos, cada noche en sus respectivas posiciones. (Qué pena que hoy día no tengamos ese privilegio de incorporarnos al Universo. ¿Cuándo fue la última vez que usted contempló la Vía Láctea o se le apareció una estrella fugaz?). El firmamento que nuestros ancestros a diario contemplaron –salvo en días nublados– era un escenario fijo, inmutable, permanente, aunque notaron que el fondo se deslizaba con el cambio de las estaciones. En esos antiguos tiempos, no entendían bien la razón de esos corrimientos, pero sí llegaron a establecer que eran cambios regulares y anuales, relacionados con los dos extremos: el día más largo y el más corto del año (diciembre y junio para el hemisferio norte). En todo caso, Orión estaba siempre en su lugar y cada una de las luminarias de esa constelación guardaban la misma distancia y correlación. Lo propio vale para la constelación del Can Mayor, Casiopea, Leo, Taurus, y todos los demás conjuntos. La majestuosidad del infinito mantenía su quietud. Pero les intrigaba que, sobre ese fondo estable se movían algunas luces de manera regular. Por eso llegaron a la conclusión de que, si algunos entes se movían en el cielo, tendrían que ser dioses. Así, veían que una estrella brillante estaba una noche a la par de Orión y tres noches después estaba en Taurus. Habrá sido Júpiter o Saturno. Otro lucero, muy brillante, aparecía a veces como anuncio de la mañana y en otras épocas como acompañante de la Luna en el ocaso. Obviamente, era Venus. Otra luminaria de tinte rojizo hacía su recorrido perceptible de una noche a otra. Era claro que, de los millardos de astros, todos fijos (desde la perspectiva terrenal), había algunos que tenían movimiento, tenían vida.
Los sabios de entonces, astrónomos, sacerdotes o astrólogos, hacían el seguimiento a “puro ojo” (los telescopios empezaron a aparecer a principios de 1600). Por lo mismo sólo pudieron detectar cinco estrellas “movibles”: Venus, Marte, Júpiter, Saturno y Mercurio. A esas cinco se suman nuestras dos grandes escoltas: el Sol y la Luna, los astros dominantes de nuestros cielos que aparecían durante el día y en la noche, respectivamente. Por lo mismo totalizaban siete los entes que se movían por el cielo, por ende, había siete deidades. Los diferentes imperios circundantes absorbieron la sabiduría de Mesopotamia solo que adaptados a sus particulares deidades. Así sucedió con los griegos y luego los romanos.
Cabe preguntar si existe algún “reloj interno” que nos marcara ese ritmo de siete días en secuencia interminable. Se han reportado intentos de modificar ese esquema, como los revolucionarios franceses que querían implementar una “semana” de diez días, ocho laborales y dos de descanso. Parecido intento hicieron los japoneses. En todos los casos los cambios fracasaron. Regresamos todos al calendario de los siete días. Todos: mesopotámicos, persas, griegos, romanos, judíos, musulmanes, etc. Recordemos que hasta Dios se adaptó a ese formato: creó el mundo en siete días. Vuelvo a preguntar: ¿existe algún ritmo biológico interno que nos conecta a ese ciclo de siete días?
Los romanos, nuestro más cercano manantial, adoptaron igualmente los siete días con la dedicatoria de cada día a los seres celestiales: Lunes, es día de la Luna (Monday o sea moon day); Martes, es obvio; Miércoles es Mercurio; Jueves es Júpiter; Viernes por la diosa Venus; Sábado por Saturno (aunque algunos afirman que es por el Shabbat judío pero tiene más sustento el origen romano). El domingo se convirtió en la conmemoración cristiana por excelencia pues marca el día de la Resurrección, aunque en otros idiomas se conserva el resabio pagano como “día del Sol”, Sunday. En otras palabras, cada semana repetimos, sin quererlo ni percatarnos, el rito de las deidades astrales de la antigüedad.
Sirvan los anteriores comentarios para entender que prácticamente todas las civilizaciones han establecido una espiritualidad en los diferentes días. Aunque estamos muy lejos de una comprensión de la cosmovisión maya, pero valgan de aproximación algunos ejemplos: la buena o mala suerte del “viernes 13”. O el refrán que “los martes ni te cases ni te embarques”.
También la piadosa costumbre de los padres de antaño de bautizar a la criatura con el nombre del santo/a patrono/a. Hasta la costumbre de “consultar el horóscopo”. (Continuará).