En el mes de noviembre de 1657 se inauguró la ermita del Calvario al sur de la plaza mayor de la ciudad de Santiago de los Caballeros. A continuación una crónica del evento, tomado del libro “La casa de Belén”:
“Los fríos cristalinos y el vuelo de los azacuanes anunciaban la proximidad del mes de noviembre. Llegaban con los mismos vientos que habían barrido los cielos encapotados y aclaraban el firmamento. Cesaban así las cotidianas lluvias y la vista se bañaba de colores azules profundos. En el aire se suspendían las hojas que bailaban en vana pretensión de permanencia. Casi detenidas, como congeladas en el espacio y en el tiempo, iban al fin cayendo del árbol de la vida como las hojas del calendario. Las ráfagas del norte recordaban también la cercanía del final de año.
Los campos de cultivo terminaban de rendir su cosecha y agotadas las cañas, se doblegaban. Mucho fue el esfuerzo de extraer los nutrientes de la tierra. Las praderas y montañas, todavía verdes, se matizaban con abundantes flores amarillas, las mismas que los deudos colocan sobre las tumbas de sus seres queridos. Noviembre se inauguraba con una festividad especial, el Día de Todos los Santos y al día siguiente, el dos, se conmemoraba a los fieles difuntos. En Santiago y ciudades cercanas se arraigó la costumbre, muy propia de las comunidades de México, de dedicar todo el mes a recordar a aquellos que se anticiparon en el viaje inexorable. Sentir la presencia, casi física, de los que habían partido. Pero había algo más, el recuerdo de los finados encerraba otro pensamiento, un recordatorio que se hacía patente para los vivos: el imperio incontrastable de la muerte. Así como el año se ha ido, también la vida se escurre. En todo caso es un mes dedicado al cierre de una temporada y preparaba el espíritu para entrar en diciembre, el mes más celebrado del año.
En esos primeros días de noviembre de 1657 se respiraba el entusiasmo en el Calvario. Los muros recién blanqueados despedían olor de cal y el aroma de la madera, que desprendía el artesonado, se respiraba en toda la nave. Todo estaba dispuesto y solo estaba pendiente colocar el empedrado de la calle de acceso en el que se veían los montículos de las piedras que devotos vecinos habían donado. Por lo demás habían concluidos formalmente los trabajos y todos felicitaban a Pedro por su buena gestión como encargado de los trabajos. Agradecía los parabienes pero temía, nuevamente, que un falso orgullo condujera a la vanidad.
Con gran dedicación los hermanos planificaron la ceremonia de apertura. Adornaron las paredes interiores con muchas palmas y orlas del papel que pudieron conseguir. Regaron pino en el pasillo principal, siguiendo una costumbre local que los vecinos habían generalizado para ornar las fiestas. En jarrones, vasos y ramilleteros colocaron variedades de las muchas flores que cultivaban en el jardín y otras que adornaban los campos vecinos. Luego se dispusieron para recibir a los convidados.
Los principales invitados eran las autoridades del reino. Los dignos representantes de su Majestad, don Felipe IV y, para no quedar menos, los representantes del poder local, el alcalde y concejales. De la jerarquía religiosa se esperaba a un nuevo obispo que habría de ocupar la sede tras la muerte del obispo fray Bartolomé González Soltero. Circulaba la noticia que el nuevo obispo ostentaba muy altas credenciales y vastos conocimientos; era de la orden agustina, y se anunciaba su próximo arribo a Santiago.
Acudieron comerciantes acomodados, licenciados en diferentes oficios y finqueros de grandes cultivos. El resto de asistentes provenían de los estratos comunes, gente común. Muchos devotos y religiosos se apersonaron, entre ellos estaba fray Bernardino, a quien Pedro le tenía especial cariño desde los primeros días, cuando llegaba al hospital Real a reconfortarlo. Poco lo había visto después que le dieron el alta.
Con voz pausada, fray Bernardino hizo referencia a otro acto solemne que se realizó en ese mismo lugar, cuando se hizo la entrega formal del terreno, cuarenta años atrás. Como testigo presencial hizo recuento de varias anécdotas que en aquel lejano 1619 captaron su atención. Narró que, para formalizar la posesión del sitio se plantó una gran cruz de madera. En los días siguientes se levantaron cercos con cañas, palos de pito y con estacas que rajaron de unos árboles de ciprés que se talaron para que penetrara más la luz, ya que el bosquecito daba un aspecto lúgubre en la parte del frente. Al poco tiempo se empezó a edificar una galera de materiales sencillos con techo de paja. Pero el lugar despertaba tanta devoción que unos quince años después se decidió hacerlo más formal, se cambió el techado pajizo por uno de teja y se reforzaron los muros. Era, con todo, una construcción humilde en comparación con la que se estaba inaugurando. (…)”” (Continuará).