La palabra «revolución» proviene del término latino: revolutum, que quiere decir «dar vueltas». Para poder descifrar los procesos históricos, los estudiosos han utilizado esa expresión que, en el aspecto político, es afortunada en dos sentidos. En primer lugar, porque el orden establecido se altera profundamente y en segundo lugar, porque sugiere un regreso al punto original. Un movimiento de 180 grados para continuar en uno de 360; una vuelta completa. Este concepto encapsula el desarrollo circular de la historia que, en la dialéctica hegeliana, marca la constante oposición entre acción y reacción, de donde surge una armonía o síntesis. Es el constante vaivén del péndulo histórico.
En casi todos los tableros de automotores aparece el indicador de «RPM»; esto indica las revoluciones por minutos que opera en el motor. De igual forma, en los viejos tocadiscos se colocaban discos de acetato de 38 o 45 revoluciones por minuto. Eran las vueltas que daban tomando como referencia un punto donde se encontraba la aguja que rasgaba el sonido de las microscópicas líneas. ¡Admirable tecnología!
Hago referencia arriba a la «revolución política» porque algunos historiadores distinguen ésta de otras dos revoluciones: la revolución social y la científica. Las tres revoluciones tienen en común que abren las puertas a una etapa diferente; valga la Revolución Industrial, la Revolución Científica, la Revolución Digital o Cibernética (computadoras y la IA). En estos últimos casos, en el conocimiento, la revolución es lineal, avanza, pero no da retorno como en la revolución política y social. Es claro que Copérnico (y luego Galileo) revolucionaron al mundo cuando retiraron a la Tierra del centro del universo. Trastorno parecido provocó Darwin cuando nos quitó el cetro de la creación animal y nos dibujó como un primate más.
Lo mismo Freud, que sustrajo al ego del centro del individuo y lo dejó al vaivén del subconsciente. En la tecnología, la aplicación de la fuerza motriz, hidráulica y luego el vapor en sustitución del músculo animal o humano fue el gran aporte de la Revolución industrial y fue el primer paso para una nueva forma de producción. Pero, en estos casos, los escenarios no pretendían dar vueltas; los cambios eran irreversibles y en una misma dirección conforme las proezas del ingenio humano. Estas revoluciones científicas provocan grandes cambios, pero no destruyen nada.
Pero en lo político, una revolución rompe con el orden establecido. Es como una bomba que estalla en el interior de un edificio y reduce a escombros las columnas, paredes y techos que anteriormente cobijaba. Por eso los nuevos poderes deben retomar de los escombros los nuevos elementos que los ayudarán a forjar el futuro. En ese sentido, los grupos mejor organizados son los que aprovechan el caos posterior al estallido. Fue así como los jacobinos tomaron el control luego de la deposición de la monarquía francesa. Al caer el zar, el poder pasó a un Gobierno Provisional encabezado por Aleksandr Kerensky; pero no se pudo sostener y subieron al escenario los bolcheviques de Lenin.
Lo propio puede decirse de la rebelión contra el régimen corrupto de Batista y el ascenso al poder de los barbudos. Parecido escenario se dio en Nicaragua contra la tiranía somocista; los sandinistas eran, con mucho, el grupo más disciplinado y tomaron el poder. En otras palabras, las revoluciones son reacciones con muchos elementos de espontaneidad y los que mejor están organizados se aprovechan de la coyuntura y recogen las piezas del poder que quedan esparcidas con el estallido social. Bandas que ayudan a sacudir el tronco y luego esperan que caiga la fruta.
Nuestras sociedades no saben apreciar el sabor que tiene una revolución; en nuestro caso, la Revolución de 1944. Para los jóvenes sólo es un asueto más. ¡Qué buena onda! Pero hay situaciones en la vida en que solamente quien lo pasa o sufre es quien puede medir los alcances de todos sus efectos. Sólo quien ha tenido necesidad de un hospital público sabe lo difícil que resulta obtener buena atención. Sólo quien ha tenido que esperar en la morgue sabe la tortura de ese asomo al mundo de las tinieblas.
Sólo quien vela a un ser querido entiende la profundidad del vacío, por eso las fórmulas sociales, aunque muy bien intencionadas: «lo acompañamos en su dolor», son válidas pero superficiales. Sólo quien sufre una enfermedad conoce a fondo el sufrimiento. Por lo mismo, sólo quien ha vivido en un régimen de opresión puede apreciar el valor de una revolución. Sólo aquellos desesperados por la opresión que con sus férreas garras atrapa la libertad de los ciudadanos, donde los valores familiares y sociales se corrompen.
Donde los ciudadanos compiten en su mezquindad por quedar bien con el dictador. Donde cualquier crítica puede ser denunciada, no importando si es un amigo o hasta un familiar. Los traidores surgían de las sombras y nadie vivía tranquilo. Muchos querían agraciarse con el presidente, ofreciendo en bandeja la cabeza de algún conocido. Donde los buenos negocios se los llevan los de la rosca aduladora. Donde la justicia se impartía en favor de los rastreros cercanos al sátrapa. Donde la dignidad de las personas se doblegaba por la ciega pleitesía hacia el gobernante.
En Guatemala cerramos el siglo XIX con tres dictaduras: Barrios, Barillas y Reyna Barrios. Luego inauguramos el siglo XX con la oprobiosa dictadura de Estrada Cabrera. No había libertad de prensa, de pensamiento, de acción. Nos habían quitado el oxígeno y acaso por eso pasamos el siglo en la sombra, temerosos.
Luego vinieron los 11 años de Ubico: el «hombre fuerte». Opresión sobre los vasallos. Por eso el pueblo entero se rebeló contra el sistema. Se formó una poco usual alianza entre el pueblo, militares, universitarios y empresarios que actuaron con el único objetivo de derrocar la tiranía (representada por el «sucesor» de Ubico, Ponce Vaides). No dominaba, pues, una ideología específica (que difícilmente podían congeniar grupos tan dispares). La única consigna era sacudirse la opresión para poder respirar la libertad. Todo lo demás vino por añadidura.