Luis Fernandez Molina

luisfer@ufm.edu

Estudios Arquitectura, Universidad de San Carlos. 1971 a 1973. Egresado Universidad Francisco Marroquín, como Licenciado en Ciencias Jurídicas y Sociales (1979). Estudios de Maestría de Derecho Constitucional, Universidad Francisco Marroquín. Bufete Profesional Particular 1980 a la fecha. Magistrado Corte Suprema de Justicia 2004 a 2009, presidente de la Cámara de Amparos. Autor de Manual del Pequeño Contribuyente (1994), y Guía Legal del Empresario (2012) y, entre otros. Columnista del Diario La Hora, de 2001 a la fecha.

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En los mismos días en que, don Jorge de Alvarado elaboraba el trazo y dirigía las primeras zanjas y trabajos de la recién fundada ciudad de Guatemala, justo a los pies del volcán de Agua (hoy San Miguel Escobar), del otro lado del mar crecía una joven quien no tenía idea alguna de qué eran y dónde se ubicaban “Las Indias”. Como un capullo de rosa dejaba la adolescencia y tomaba las finas formas femeninas. Una guapa mujer de pelo rojo cobrizo. Su familia pertenecía a la nobleza ubetense, de los señores de Solera, en el Reino de Jaén, cuya influencia se había expandido por toda Castilla. Uno de sus miembros, Beltrán de la Cueva era el consejero y valido del rey Enrique IV, El Impotente, quien le otorgó el ducado de Albuquerque. Beltrán fue el protagonista de uno de los más grandes escándalos que sacudieron la institucionalidad española pues los rumores afirmaban que, fruto de los amores ilícitos que había tenido con la reina Juana de Portugal, nació la princesa Juana, a la que, en atención del supuesto padre biológico la llamaron –Juana la Beltraneja-. La gran confusión provocó una guerra civil entre los partidarios de Juana y los de Isabel la Católica, quien al final resultó vencedora. Beltrán de la Cueva era tío abuelo de la joven pelirroja. Años después, otro familiar, también nacido en Úbeda, destacaba en toda España: don Francisco de los Cobos, quien se desempeñaba como secretario del mismísimo Emperador Carlos V.

Beatriz nació al final de una década en extremo agitada en ambas orillas de la mar océano. En España se asomaba el riesgo de una nueva guerra interna. La Reina Católica murió en 1504, mismo año en que su protegido, el almirante Colón culminó su cuarto y último viaje. La corona de Castilla correspondía a su hija Juana de Castilla, pero a ello se oponía su propio padre, rey de Aragón, Fernando el Católico, quien además desconfiaba de su yerno, Felipe el Hermoso, consorte de Juana. Los nobles se empezaban a inquietar. Bajo circunstancias misteriosas murió Felipe en 1506 y provocó un desbalance mental a Juana, quien amaba al Príncipe de manera desmesurada; para su entierro Juana de Castilla ordenó una caravana fúnebre, que sólo avanzaba de noche, desde Burgos hasta Granada. Todas las noches abría el ataúd y abrazaba el cuerpo sin reparar que cada día avanzaba su descomposición. Las extravagancias de doña Juana dieron pábulo para que pasara a la Historia como Juana la Loca. Don Fernando, su padre, dio la orden de mantenerla encerrada en un palacio-cárcel de Tordesillas donde ella vestía solo de negro hasta el día en que murió. En 1510 las Cortes confirmaron al dicho don Fernando como regente. En ese año nuestro emperador, don Carlos tenía 10 años.

Pero tampoco reinaba la armonía en los dominios de ultramar. Siempre aparecía una nueva ínsula o tierra continental que pasaba a ser propiedad de una Corona que ni sabía de su existencia. El Océano Pacífico se descubrió en 1513 abriendo nuevas posibilidades. Los ambiciosos aventureros españoles parecían niños en una pastelería con ansia de comer todos los bizcochos sin nadie que los controlara. Se organizaban innumerables expediciones particulares con destino a lugares ya registrados en los mapas y otros con rumbos desconocidos. No había ente rector que impusiera orden hasta que en 1519 se instituyó el Consejo de Indias, al que se encomendó la administración de todo lo relativo al Nuevo Mundo.

A los muchos galardones que adornaban los blasones de la familia De la Cueva, se sumaban sus propiedades: campos de trigales, los extensos olivares y prensas para producir aceite. No era de extrañar que las doncellas de la familia eran excelentes opciones para concertar matrimonio. Entre los pretendientes que rondaban la casa estaba un ambicioso extremeño, oriundo de Badajoz, quien se había destacado como valiente capitán de los ejércitos de Hernán Cortés. De origen sencillo, pero con muchas expectativas de hacer fama y fortuna en los nuevos territorios. Por eso se formalizó la boda de don Pedro de Alvarado con Francisca de la Cueva, la hija mayor del hogar conformado por don Luis I de la Cuerva, señor de Solera y doña María Manrique de Benavides. Celebrado el enlace, los recién casados hicieron viaje a Las Indias para establecer una aristocracia en ultramar.

En el puerto de Veracruz permanecieron más tiempo del proyectado por la tardanza de los barcos que traían los aprovisionamientos solicitados y fue tiempo suficiente para que doña Francisca, al igual que la mayoría de los miembros de la expedición, contrajeran una de las terribles enfermedades de las que están preñados los trópicos. Así falleció la primera esposa de don Pedro de Alvarado y quedó para siempre enterrada en el pequeño cementerio de la Villa Rica de Veracruz en el litoral Pacífico de la Nueva España.

Cuando meses después la infausta noticia llegó a los oídos de Beatriz sintió una sacudida en su interior. Sentimientos cruzados colisionaron en su cabeza. Por una parte, sufrió por la partida tempranera de su querida hermana mayor, pero, por otro lado -y es algo que aún no se ha podido perdonar- sintió una extraña emoción al saber que don Pedro quedaba libre; aquel gallardo y guapo capitán de la Corona española; aquel intrépido paladín de las tierras inexploradas.

Como era de esperar, se anunció el enlace de Pedro de Alvarado con doña Beatriz de la Cueva y, una vez consumado, el nuevo matrimonio hizo viaje a Las Indias. Como correspondía a su alcurnia, la señora se hizo acompañar de trece damas de compañía que la atendían, eran doncellas españolas guapas que bien podrían llenar el vacío de jóvenes casamenteras para los soldados que se empezaban a afincar en los nuevos dominios indianos.

Logró Beatriz formar una réplica de la Corte, solo que en miniatura. De espaldas a la mole del volcán de Agua estaba construído un edificio que hacía las veces de palacio. Con sus damas de compañía se realizaban labores de tejido, bordado, dibujo,  etc. y se desarrollaban diversos juegos; leían los pocos libros con que disponían y en las tardes formaban tertulias a la luz de la chimenea. Jóvenes soldados empezaron a rondar a las damas. En medio de esa pequeña comunidad, Beatriz vivía contenta a pesar de la nostalgia por los campos dorados de trigo en los meses del estío y los extensos olivares que irradiaban con plata verde los llanos de Jaén. También la afectaban los constantes rumores de las andanzas falderas de su guapo marido así como los dos abortos espontáneos que había sufrido, negándole un heredero al Adelantado. Pero, en general el ambiente era positivo, optimista hasta que sucedieron dos hechos: por un lado crecían las amenazas de insurrecciones de los indígenas, en especial con los constantes viajes de don Pedro y b) unas lluvias intensas, imparables, que empezaron a caer en lo primeros días de septiembre. El temporal bloqueó casi todos los caminos de la región y Beatriz con sus damas quedaron confinadas al palacio.

Ese medio sombrío pareció ser el escenario ideal para la terrible noticia que llegó: don Pedro había muerto en una batalla en el pueblo de Nochistlán, al norte de Guadalajara. No pudo Beatriz digerir la información. No aceptaba que Pedro, el más gallardo y mejor jinete de toda España haya muerto por una caída del caballo. No. Eran infundios. Falsedades propagadas por los enemigos y envidiosos. El equilibrio mental de la joven Beatriz empezó a fragmentarse. Perdió la cordura. En medio de su rechazo fueron frecuentes los accesos de cólera, mutismo, abandono. Pero empeoró: blasfemó, reclamando a Dios por qué había permitido tan grande tragedia. Se hizo nombrar “la gobernadora” y en el acta firmó, no con su nombre, sino como “La Sin Ventura”. !Se constituyó así en la primera mujer gobernante en Las Américas! Mandó luego a pintar de negro las paredes y techos del palacio e igual suerte hubiera sufrido la iglesia, vecina al palacio, de no ser por la firme oposición del obispo Marroquín.

Mientras tanto la pertinaz lluvia no cedía. Un temporal tropical. Grandes correntadas de agua formaban enormes surcos en su impetuosa bajada; grietas enormes se formaron en las calles de la pequeña ciudad de apenas 15 años. El agua se metía en las casas. Pero el mayor riesgo era invisible y nadie lo pudo haber anticipado: en el cráter del volcán de Agua se estaba formando un lago, bien resguardado por las paredes de dicho cráter. Y a veces las tragedias no vienen solas: pasada la media noche hubo un gran terremoto que agrietó el cráter y a raudales salía el agua contenida en la cima. Como un monstruo desbocado el alud bajó con mucha furia y arrasó con los pajonales, los bosques, los primeros cultivos, llevando consigo piedras, troncos, lodo, animales y cuanto objeto se interpusiera en su camino. Cuando llegó a la parte baja la correntada traía mucha fuerza y se topó con la ciudad de Santiago. Las construcciones estaban dañadas por el mismo terremoto pero la correntada terminó de derribar sus paredes e inundar sus calles y plazas. A los pocos minutos la orgullosa capital del Reino de Guatemala quedó sepultada como un cadáver.

En la tragedia murieron, entre muchos otros, doña Beatriz y sus 13 damas de compañía. Allí quedaron truncados y sepultados tantos sueños de formar hogares en estas tierras nuevas. Al día de hoy la ciudad duerme, allí sigue sumergida bajo varias capas de lodo y encima se desarrolló la ciudad de San Miguel Escobar que viene a ser una extensión de Ciudad Vieja. Por cierto que a la par del edificio municipal de este poblado se exponen unas ruinas que supuestamente eran la capilla donde murió doña Beatriz y sus demas. Hasta una placa han puesto advirtiendo al viajero que ese fue el recinto final de La Sin Ventura. Bonito gesto pero no es real, el verdadero lugar está un poco más arriba, nadie sabe bajo qué casas o construcciones yace.

Tras la tragedia, las autoridades reales ordenaron el traslado de la ciudad. Se suponía que el gran riesgo era el volcán pero, irónicamente, escogieron un valle plano, el Valle de Panchoy donde erigieron la “nueva” ciudad de Santiago; por lo mismo la ciudad arrasada y sepultada se quedó con el nombre de “Ciudad Vieja”.

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