Moldavia es un país que ha girado en el campo gravitacional de la esfera rusa desde los tiempos de Catalina la Grande; formó parte de la URSS y recuperó su independencia en 1991. Su superficie es virtualmente igual a la de nuestro departamento de el Petén y viene a ser el jamón del sándwich entre Ucrania y Rumania. Formó parte de este último país hasta que se independizó en 1940, pero siempre bajo la garra del Oso soviético. En todo caso, la mayoría de su población, de 2.6 millones, se consideran rumanos y, el idioma oficial es, precisamente el rumano.
De poca trascendencia en el concierto internacional Moldavia ha estado en permanente equilibrio entre los otomanos, rusos, rumanos, ucranianos. Curiosamente se colocó entre los titulares cuando su principal equipo de balompié, el Sheriff sorprendió venciendo al Real Madrid en 2021. Con el derrumbe de la “cortina de hierro o telón de acero” (Churchill), la marea se ha ido desplazando hacia el poniente. Ese impulso toca las fronteras de un nuevo actor que así entra al escenario: la Unión Europea.
Es, oficialmente un estado laico pero el 90% de la población profesa la religión ortodoxa, de la que ha varias ramificaciones: Iglesia Ortodoxa Rusa, Iglesia Ortodoxa Moldava, Iglesia Ortodoxa Ucraniana y hasta una de Besarabia.
En el suplemento del New York Times, de Prensa Libre, del domingo pasado da cuenta que muchas congregaciones ortodoxas que profesaban lealtad al patriarca Kirill, de Moscú, han ido separándose para integrarse a otras iglesias ortodoxas que no sean las de Rusia. Esta escisión es nueva en Moldavia; en Ucrania se venía desmantelando la adhesión al patriarca de Moscú y con mucha lógica: “Cómo vamos a seguir a un patriarca que rocía con agua bendita los tanques que van a destruir nuestros hogares y matar a nuestra gente.” Tiene mucho sentido. Pero Moldavia no tiene –por el momento, digo “por el momento”—los apremios y rencores de Ucrania. La feligresía, está dividida, al igual que la población con una disyuntiva: o nos vamos con Rusia o con Occidente. El mismo escenario se presenta en Georgia, Armenia y otras ex repúblicas soviéticas, para disgusto de don Vladimir (quien por cierto respalda la iglesia ortodoxa Rusa, no sé si por consolidar la nacionalidad rusa o por devoción particular; no tengo forma alguna de saberlo).
Pero no quiero extenderme en geopolítica ni religión. Quiero resaltar las palabras del obispo Marchel, partidario de Moscú, quien se quejó de “los sacerdotes desertores que eran víctimas de la rusofobia bien pagada por Occidente”. Marchel sentenció que no quiere que Moldavia sea parte “de la Europa de Sodoma” (sic y sic).
Una imagen vale más que mil palabras. En un espectáculo de alcance mundial (un escaparate de la realidad), presentar las parodias, los bailes de drag queens, escenas grotescas, movimientos obscenos e irrespetuosos, diablos bailando, inocentes niños entre los actores (“!Ay de quien escandalice a uno de estos pequeños!”), figura confusa del jinete blanco del Apocalipsis, etc. uno llega a entender perfectamente lo que quiso decir el obispo Marchel. Francia, y con ella Occidente europeo van en caída libre. ¡Evitemos esa opción! Dice Marchel. Una cosa es respetar las individualidades y otra es hacer mofa y presumir en un acto deportivo, originalmente de varones viriles (viva la recia Grecia de Alejandro) y luego se incluyó la participación de mujeres decididas y competitivas. Mujeres biológicas, se entiende. Bien por esa apertura. ¿Qué tiene que ver la representación de amorfo Baco, lascivo y glotón, con el vigor de los atletas? Las imágenes grotescas que ocupan los lugares de Hércules o Ulises. ¡Por favor! ¿Dónde quedan los valores que forjaron las ideas de la libertad y el respeto a los derechos individuales? ¿Dónde queda la decencia y la moderación? Estamos viendo el surgimiento de la Europa de Sodoma, y de Gomorra, y de Babilonia.
Y que no nos vengan a decir ignorantes o sesgados en el sentido que la representación era del cuadro El festín de los dioses. Pura patraña, por no decir babosadas, por cuanto es claro que los diseñadores tenían en mente la Última cena de Leonardo, ese era el “top of mind”. Y lo lograron. Coronada en el centro, en el lugar de Jesucristo, está una señora gorda con una gran diadema que representa el halo o resplandor que solamente corresponde a Jesucristo.
Por último, en estos torbellinos del destino y de la agitada política, dos personajes pueden cobrar réditos. Por un lado, Trump que se proclama el defensor de los valores familiares y cristianos y endilga a sus oponentes todas esas desviaciones (las “Olimpiadas satánicas”). El otro es Putin que puede materializar el sueño de los grandes zares de convertir a Moscú en “la tercera Roma” (después de la original, y de Constantinopla). Una Rusia (puramente Rusia) que no tolera expresiones vanguardistas y limita la práctica de otras religiones. De esa manera se convertiría en el resguardo de los valores cristianos (aunque sean Ortodoxos) que se desdibujan en el decadente Occidente.