Luis Fernandez Molina

luisfer@ufm.edu

Estudios Arquitectura, Universidad de San Carlos. 1971 a 1973. Egresado Universidad Francisco Marroquín, como Licenciado en Ciencias Jurídicas y Sociales (1979). Estudios de Maestría de Derecho Constitucional, Universidad Francisco Marroquín. Bufete Profesional Particular 1980 a la fecha. Magistrado Corte Suprema de Justicia 2004 a 2009, presidente de la Cámara de Amparos. Autor de Manual del Pequeño Contribuyente (1994), y Guía Legal del Empresario (2012) y, entre otros. Columnista del Diario La Hora, de 2001 a la fecha.

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En todos los juicios existen instancias que se sobreponen en jerarquía piramidal de tal manera que los tribunales superiores van revisando las instancias inferiores hasta que el expediente se clausura, en definitiva. En nuestro país la última palabra la tiene la Corte de Constitucionalidad (la “Corte Celestial”). Pero ello solo es “a lo interno”.

La revista digital CIAR Global repite las noticias de los últimos días: “La Empresa Portuaria Quetzal ha informado de que (sic) el 10 de junio, un Tribunal de lo Contencioso Administrativo confirmó la anulación del contrato de operaciones en Puerto Quetzal con APM Terminal (sic), después de que (sic) otro tribunal lo declara nulo en 2017. La operadora portuaria, que tiene abierto un procedimiento de conciliación con Guatemala en el Centro Internacional de Arreglo de Diferencia relativas a inversiones (CIADI), ha informado de que (sic) evalúa las accione legales a seguir. En 2018 ya advirtió a Guatemala de que (sic) recurriría a arbitraje si se declaraba nulo el contrato en cuestión.” 

Dicho de otra manera, la última palabra no depende de nuestros tribunales: no corresponde a la Sala que confirmó la anulación porque vendrán los amparos (“no hay ámbito que no sea susceptible de amparo”). El árbitro final será la referida CIADI (ICSID en inglés). El fallo que emita ese tribunal internacional será de obligatorio cumplimiento para el Estado de Guatemala, incluyendo, en su caso, la obligación de pago (y en varios millones de dólares).

En una abierta competencia internacional cada país se postula como destino ideal para recibir la mayor inversión. Obvio, la inversión promueve el desarrollo, crea nuevos empleos, eleva el nivel de vida de los habitantes, incrementa los impuestos internos, mejora las obras públicas, etc. Para ser un destino atractivo los países deben atender aspectos básicos como una infraestructura funcional y en buen estado (vías rápidas de comunicación), tramitación fluida (¡ojo!), seguridad pública y, sobre todo, la certeza e igualdad jurídica. La competencia está abierta y cada país presume sus mejores galas para ser un destino atractivo. Tan importante es el tema que en Guatemala hasta existe una ley de “Atracción de inversión extranjera”, decreto 9-98.

Para facilitar el comercio y las inversiones se suscriben los tratados bajo la premisa de establecer condiciones claras y fijas, condiciones que orientarán la decisión del inversionista. Por lo mismo, no son admisibles cambios que no se hayan contemplado al momento de la suscripción. Por ejemplo, no se pueden modificar leyes laborales o ambientales para “abaratar” la mano de obra. No se pueden establecer nuevas barreras no arancelarias. Eso sería jugar sucio. Lo que se pretende es que todos los actores estén compenetrados de cuáles son –y cuales serán- las reglas del juego y así cada emprendedor al iniciar negocio en otro país, esté seguro de que no le van a variar los escenarios originales.

Cualquier cambio de condiciones o el incumplimiento de un estado de las obligaciones que adquirió en el tratado o contrato, genera reclamos. Seguidamente vienen las demandas judiciales. ¿En qué tribunales se va a litigar? ¿En los del país sede? No. ¡Ni locos! Para empezar, esos tribunales se decantarán por los intereses nacionales; peor aún son poco confiables en medio de una politización de la justicia. Por no mencionar la corrupción local. Por eso, entre los capítulos de casi todos los tratados de libre comercio se contempla el apartado de “Resolución de diferencias” por cuyo medio los países se someten determinada jurisdicción de una instancia supranacional, en el caso del CAFTA, al CIADI, adscrita al Banco Mundial que es Centro Internacional de Arreglo de Diferencias relativas a Inversiones (creada por medio de Convención de 1996). Este Centro conoce cerca del 70% de las disputas comerciales en el mundo. En caso de inversiones con otros países se celebran convenios entre el estado receptor y el inversionista en los que someten cualquier disputa final al conocimiento de esas cortes especiales.

En el tratado CAFTA (con Estados Unidos), el gobierno de Guatemala reconoce la validez de las resoluciones de dicho CIADI. Y las debe cumplir. No puede invocar la soberanía de las leyes internas (artículo 27, Convención de Viena), ni argumentos de tipo diplomático. El problema para nuestro país es que desde el año 2017 se han venido incrementando las demandas en contra del Estado de Guatemala. Y todo indica que se vienen más. Es claro que esos casos son verdaderos riesgos fiscales y grave amenaza para las finanzas públicas por los montos que, en caso de perder, tendríamos que pagar.

En Guatemala hay muy buenos abogados, especialistas en ramas específicas. Que sean ellos los que revisen los proyectos de inversión, los compromisos del Estado, las condiciones internacionales, los formatos de contratos, etc. Que sean ellos, los técnicos en Derecho, quienes señales las rutas; que no sean los políticos, los pretenciosos aprendices, los recomendados y menos los corruptos digan “qué hay que hacer”.  Después de todo son proyectos o inversiones que exceden, con mucho, los cuatro años de un gobierno.

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