Luis Fernandez Molina

luisfer@ufm.edu

Estudios Arquitectura, Universidad de San Carlos. 1971 a 1973. Egresado Universidad Francisco Marroquín, como Licenciado en Ciencias Jurídicas y Sociales (1979). Estudios de Maestría de Derecho Constitucional, Universidad Francisco Marroquín. Bufete Profesional Particular 1980 a la fecha. Magistrado Corte Suprema de Justicia 2004 a 2009, presidente de la Cámara de Amparos. Autor de Manual del Pequeño Contribuyente (1994), y Guía Legal del Empresario (2012) y, entre otros. Columnista del Diario La Hora, de 2001 a la fecha.

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Con ocasión del Día del Padre quiero extenderme y retroceder un mes para abarcar el Día de la Madre y así tener el cuadro completo de a quienes se debe honrar. Honrar a los padres no significa atender sus crecientes necesidades conforme el castigo del tiempo. Tampoco es darles apoyo para moverse de un lugar a otro; llevarles la comida a la cama; visitarlos regularmente; administrarle las medicinas; bañarlos y vestirlos; acariciar sus canas o darles largos besos en los cachetes; oír con paciencia sus necedades e innumerables repeticiones. “Chochean”, ya lo dice el Eclesiástico (3, 2-6) y lo repite san Pablo. Honrar a los padres no es llevarles flores al cementerio ni colgar alguna foto en lugar prominente de la sala familiar. Tampoco es celebrar, cada aniversario luctuoso, misas cargadas de incienso y música gregoriana. Es claro que atenderlos y velar por ellos es parte de lo que comprende el concepto de “honrar”. Obvio. Pero el mandato es más amplio, comprende mucho más, es un imperativo permanente que no termina con la muerte del papá o de las mamá. ¡Qué va! Se prolonga mucho más: estará vigente todo el tiempo en que viva el hijo/a.

Se honra a la persona, pero más se honra la memoria. La principal honra que debemos a los padres consiste en vivir en concordancia con los valores que nos han inculcado. Que cualquiera que vea a los hijos pueda ver reflejada la semilla floreciente que en ellos sembraron los padres, que se justifiquen todos los esfuerzos que realizaron y las esperanzas que ellos cobijaron cuando nos engendraron y educaron. Los consejos, los regaños, los castigos, los apoyos; las bendiciones y las esperanzas. En otras palabras, que los hijos, glorifiquen a aquellos que les dieron la vida pero no de palabra, sino que con obras. Los hijos, continuadores de la experiencia de vida que ellos antes tuvieron, deben portar la llama que prendieron y que dicha antorcha se mantenga encendida irradiando luz durante nuestra vida que no es más que una extensión de la de ellos. Que cualquiera reconozca en nosotros a los padres que nos formaron. De esa forma ellos no habrán vivido en vano. Acaso los padres no fueron perfectos, nadie lo es, pero depositaron la esperanza de superación en el comportamiento de los herederos.

En vida de Jesús recibió algunos elogios (no tantos como merecía) por su bondad y por su mensaje, entre ellos llama la atención aquel: “bendito el vientre que te llevó y los pechos que te alimentaron” (Lc. 11:27). A través del hijo se bendice a la madre; se reconoce en ella el manantial de donde se nutrió el hijo. Por el lado contrario, no es sorpresa que el insulto universal, no se dirija a la persona del hijo. En efecto, no se está diciendo “ladrón, borracho, cobarde, desleal, etc.”. El “hijo de p…” se está refiriendo a la madre, no al hijo, por la posible conducta disoluta de esa mujer a quien se descubre por los desmanes del hijo.

Los mandamientos bíblicos son de conocimiento y aceptación general, aún por los liberales y agnósticos. Los primeros tres norman nuestra conducta frente a la divinidad. Los siguientes siete regulan las relaciones de sociedad y el primero que aparece es “honrarás padre y madre.” Cualquiera pensaría que esa atención filial es un principio natural, entonces ¿por qué ponerlo como mandamiento? Acaso hay algún mandamiento que diga “amar a los hijos”. No. Le debemos mucho a los padres quienes nos amaron desinteresadamente, pero esa factura la pagaremos con los hijos quienes portarán esa misma antorcha que ilumina los valores de una vida en armonía.

Como arriba indico, el compromiso de honrar a los padres no termina cuando se les despide en el cementerio, termina cuando se entierra ese hijo/a, que es usted.

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