Luis Fernández Molina
En las representaciones clásicas de la Santísima Trinidad aparece Dios Padre con un lienzo púrpura y, a su derecha Jesucristo con uno de color rojo que representaba su martirio, su sangre. El color púrpura representa la majestad y es venerado desde la antigüedad; por lo mismo reservado para los reyes, para los gobernantes, para los Césares. Valga el púrpura imperial romano que, en algunas épocas solo podía vestir el emperador bajo pena de muerte quien osare usar ese color. Por lo mismo, el Éxodo (26) nos informa que las cortinas del Tabernáculo eran púrpura y carmesí, al igual que las vestiduras de los sacerdotes debían tener ese color (también lo llaman jacinto morado) y rojo.
El color púrpura lo desarrollaron los fenicios que lo tomaban de un caracol pequeño que propio de Tiro y otras regiones del Mediterráneo. Machacan las conchas y de las mucosidades obtienen el pigmento y las hervían en cacerolas pestilentes. Era tan valioso el tinte en polvo que se vendía por gramos y a un precio superior al oro (hasta 1862 se logró sintetizar el pigmento). Claro, existen variantes entre los citados moluscos y también diferencias en los procedimientos de extracción. Por eso hay tonalidades diversas de púrpura y se confunden con los colores morado, violeta, lila. De hecho hay extendida confusión entre los citados colores. Por ejemplo en inglés se dice como morado al “purple”. Igualmente se conoce como “purpurados” a los cardenales de la Iglesia. Mucho se confunde el púrpura con el violeta (que sí aparece en el espectro electromagnético) o aún con el morado y el magenta oscuro. Y no son lo mismo.
Al igual que con el rojo o el azul existen variedades cromáticas pero el verdadero púrpura es un color muy especial, profundo, absorbente, hipnótico que pocas veces se reproduce como debe ser. Valga de ejemplo positivo el cortinaje que acompaña a Jesús Nazareno de La Merced en época de Cuaresma.
En esta época seca, muchos árboles despliegan, arrogantes, sus escondidos colores. Así vemos a la ciudad adornada con los colores de las jacarandas, los nazarenos y las bouganvilias. También los agapantos, la lavanda. Es, para nosotros, la época previa a las lluvias y coincide siempre con la Cuaresma. Es la preparación de las festividades máximas de la Semana Mayor y se caracterizan por la penitencia y por el color púrpura, más generalizado como “morado”. Es tal el color que predomina en los templos católicos; es el color de los cucuruchos; es el color que despliegan las andas que recorren en procesión las calles del país.
¿Por qué el morado? En nuestro país cae la coincidencia de la florescencia de esos colores pero también es un color que llama al recogimiento y la reflexión. En todo caso se ha generalizado en la Iglesia Universal como recordatorio de ese Rey que fue crucificado; los soldados romanos, en abierta burla le llamaron rey y como tal le pusieron una corona (de espinas) y lo cubrieron con un manto púrpura (Jn. 19:03). Por eso, a la par de la expiación el citado color evoca la majestuosidad del Rey de Reyes.
Otros colores se “cuelan” en el paisaje cuaresmal. Entre ellos los amarillos brillantes de los árboles de Cortés y el tenue rosado de los matilisguates. Pero cabe destacar a una flor que brota en estos días que representa la pureza y desprende uno de los aromas más sublimes. Me refiero a la azucena que tiene sus orígenes en el antiguo Israel (de hecho la forma de sus pétalos es la inspiración de la Estrella de David).