Luis Fernandez Molina

luisfer@ufm.edu

Estudios Arquitectura, Universidad de San Carlos. 1971 a 1973. Egresado Universidad Francisco Marroquín, como Licenciado en Ciencias Jurídicas y Sociales (1979). Estudios de Maestría de Derecho Constitucional, Universidad Francisco Marroquín. Bufete Profesional Particular 1980 a la fecha. Magistrado Corte Suprema de Justicia 2004 a 2009, presidente de la Cámara de Amparos. Autor de Manual del Pequeño Contribuyente (1994), y Guía Legal del Empresario (2012) y, entre otros. Columnista del Diario La Hora, de 2001 a la fecha.

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Luis Fernández Molina

Las acciones de la España conquistadora hay que colocarlas en una balanza. En un lado lo bueno y en el otro lo malo. Es la contabilidad implacable que aplica en todo el quehacer de los humanos. Todos tenemos cuentas del lado del activo y otras en el pasivo. Lo importante no es la perfección a la que nadie accede; lo importante es el balance final: que sea positivo.

España se dejó arrastrar por el gran montaje de la propaganda negra que orquestaron sus rivales europeos, celosos del auge hispano. Esta campaña negativa fue el primer ejemplo de la manipulación de la información (muchos años antes de la explosión de los medios de comunicación). Bien hicieron los principales detractores, ingleses para empezar, en denostar a España y al mismo tiempo ocultar sus propios fallos. Se critica la persecución religiosa y a la Inquisición pero cuando en el Reino Unido se impuso el credo anglicano se coartó con rigidez cualquier otro culto. Los católicos ingleses fueron brutalmente perseguidos al igual que los otros ingleses que no acataban al rey (Enrique VIII) como cabeza de su iglesia. De allí salieron los famosos “peregrinos” (pilgrims) que procuraban un territorio nuevo donde pudieran practicar libremente su religión. Por cierto que una vez asentados, en Massachussets, se tornaron más intolerantes que sus antecesores; perseguían a cualquiera que no seguía al Consejo de su iglesia y daban muerte a sus “brujas” (por ejemplo, Salem, 1692). Y en Europa central quemaron muchas más brujas que las reportadas en España. Y pocos hablan de la represión de Lutero contra los comuneros o de Calvino contra los habitantes de Ginebra. No, España tiene sus culpas, pero también los demás.

Cuando los ingleses se adentraban en Norteamérica, casi acabaron con la población nativa; masacraron a los bisontes y mataron muchos “pieles rojas” y poco dijeron los historiadores. A los contados sobrevivientes los sometieron, y aún están allí, en sus “reducciones”. En siglos recientes los británicos dominaron muchos reinos, entre ellos China, en donde introdujeron el consumo masivo del opio sin escrúpulo alguno. Y no vamos a hablar del arrebato de nuestro Belice. En América Latina los españoles explotaron y mataron indígenas, cierto es; pero los conquistadores convivieron con la población nativa, les enseñaron el idioma, las artes y oficios, la organización social. Formaron un pueblo mestizo.

Los hechos históricos se dieron y así lo han recogido las crónicas. Pero son los vencedores quienes se encargan de editar los textos, allí surge la distorsión de los hechos históricos. Alguien dijo que los dioses pueden modificar el futuro; pero los historiadores pueden modificar el pasado. En todo caso se registran algunos acontecimientos que, inevitablemente han incidido en que las cosas de hoy estén como están. El presente no es de formación espontánea. Puede uno aplaudir o repudiar, pero no se puede modificar. Nada se gana destruyendo la imagen de Isabel.

En muchas regiones del mundo se ha extendido la ola revisionista. En el sur de Estados Unidos, por ejemplo, muchas estatuas de héroes confederados han sido retiradas de manera civilizada. Con grúa levantaron las figuras y las guardaron en algún depósito. En las entonces ciudades soviéticas se derribaron muchas estatuas de Lenin y lo propio se ha hecho de otros personajes icónicos. Los monumentos de Cristóbal Colón han estado en la mira de los nuevos inconformes, incluyendo el que está en nuestra avenida de Las Américas. Afortunadamente los vándalos no lograron su cometido. A don José María Reyna Barrios, quien realmente no tenía “vela en ese entierro”, lo decapitaron en plena avenida La Reforma; es claro que los salvajes no tenían ni idea de quién era, sólo los animaba su apetito de destrucción. (Continuará).

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