Luis Fernández Molina
La catedral de San Basilio es, en mi opinión, la edificación histórica más primorosa que haya emergido del ingenio humano. Es como un gran pastel de fantasía con sus cúpulas de cebolla pintadas de diferentes colores. Tan extasiado quedó el Zar que terminada la obra ordenó cegar al arquitecto para que no se repitiera tan exquisita construcción; al menos eso dice la leyenda. Es claro que en arte –y la Arquitectura es una parte parte– las opiniones varían. Para algunos la obra más preciosa será el Taj Mahal, Neuschwanstein, la mezquita Azul, Versalles, la catedral de Colonia, Notre Dame, San Pedro, la Alhambra, etc.
La citada San Basilio está en Moscú y cualquiera pensaría que dicha construcción es la expresión física de un orden cultural de primer nivel, de un sistema social armonioso, de un régimen abierto a las ideas novedosas. Pero no. Lo mandó a construir el citado Zar de nombre Iván que, como todos los zares eran autócratas rígidos que llegaron a extremos de tiranía, pero el que nos ocupa habrá hecho méritos adicionales para que la Historia lo tenga registrado como “Iván el Terrible”. Eso ya es mucho decir.
Hoy día se reconoce a Rusia como una gran potencia y ciertamente lo ha sido en el último siglo y medio. Pero los avances de Rusia no se han ido deslizando, evolucionando, como ha sido el progreso en las naciones de Occidente. Rusia ha avanzado en base a “rempujones” que fueron dando algunos gobernantes destacados. No germinaron gobiernos liberales sino férreas dictaduras que exprimieron a su población, muy sufrida y estoica, para que Rusia se “pusiera a la par” de los países de Europa. A grandes rasgos la actual conformación de Rusia se debe al empeño de Pedro I, un gobernante resoluto, tenaz, inclemente, que con puño de hierro impuso el orden en las extensas estepas rusas y levantó un imperio. Bien llamado ”El Grande” pero no solo porque medía 2.03 metros. Para equipararse a las ciudades europeas hizo construir la ciudad que lleva su nombre a un costo material insospechado y un precio inconmensurable de vidas humanas. El sitio de la construcción eran inhóspitos pantanos y marismas congeladas que por lo mismo estaban abandonados. Pero ello no importó: era la orden del temible Zar. Pedro I levantó el imperio en las primeras décadas del siglo XVIII y pocas décadas después consolidó dicho imperio otro grande: la zarina Catalina, también “La Grande”. En el siglo XIX siguió el régimen zarista que se basaba en la lealtad de los grandes terratenientes (boyardos) que tenían a los campesinos y pobladores en calidad de esclavos. La tendencia fue siempre de copiar la tecnología alemana e inglesa, así como la etiqueta francesa; por el contrario ningún país de Europa quiso alguna vez “rusificarse”. La servidumbre fue abolida hasta 1862 por el zar Alejandro II. Mientras tanto, en Francia ya se habían instalado las reformas populares de la Revolución, en el Reino Unido se discutían las ideas políticas en el Parlamento, en Estados Unidos se sorprendían de los beneficios del sistema democrático que habían instalado. Hasta la América Latina experimentaba en sus infructuosos intentos de conformar democracias sólidas. Rusia seguía en el permafrost.
A lo largo del siglo XIX se mantuvo el régimen autoritario de los zares y a principios del siglo XX el último de ellos, Nicolás II, fue derrocado en medio del caos de la Primera Guerra Mundial; hubo una apertura democrática con el gobierno de Kerensky pero no fue más que un suspiro que fue sofocado de un manotazo por el gobierno de los bolcheviques que instauraron un sistema más despótico. Tras unos devaneos con el poder y con la muerte de Lenin tomó las riendas el déspota José Stalin, hasta su muerte en 1953. Al costo de millones de vidas, literalmente, Stalin “industrializó” a la Unión Soviética. Llegaron después unas copias pequeñas de dictadores: Kruschev, Breznev hasta que sopló una nueva brisa de democracia, una apertura que llegó con la Glasnost de Gorbachev. Pero igualmente fue un aire pasajero. Después de Yelstin llegó Vladimir Putin quien ha estado en el poder por veinte años.
Rusia es un país con enormes recursos en su muy extendido territorio. Tierras, bosques, minerales, petróleo, gas, etc. Una población conformista que ha resistido al clima y a muchas dictaduras. Pero con todo ello, no es una verdadera potencia económica por la sencilla razón que nunca se ha fortalecido de los nutrientes de la libertad y la democracia. Ha tenido grandes genios que han desarrollado su talento en otros lugares; entre ellos los promotores de la televisión, del helicóptero y de Google: David Sarnoff, Igor Sikorsky (nacido en Kiev) y Sergey Brin que salieron como migrantes y desarrollaron sus ideas en suelos más fecundos donde se privilegia la libertad de acción y de opinión. Fueron miles los que emigraron en el siglo XIX de las estepas siberianas que enriquecieron la floreciente economía de los Estados Unidos y serán contados los casos, si los hay, de estadounidenses que hayan dejado su tierra y buscado nuevos horizontes en terrenos rusos. El estado de derecho y la prosperidad general van de la mano.