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La verdad es que Trump es absolutamente impredecible, reacciona a todo en función de sus estados de ánimo. De manera que sus amenazas y aspavientos en el mar Caribe con fuerzas navales –supuestamente destinadas a detener embarcaciones de los cárteles de la droga que partirían del país caribeño cuando todo el mundo sabe que el tráfico circula principalmente por las costas del Pacífico y quienes llevan la cocaína parten del Ecuador, país dolarizado y estratégicamente ubicado en las cercanías de los centros de producción que, hasta los más ignorantes lo saben, se encuentran en Colombia y en el Perú, no en Venezuela– es algo que puede quedarse en eso, puro aspaviento. Y la ridícula recompensa de los 50 millones por Maduro –en el mejor estilo de los matones del Oeste– buscando promover un golpe entre aquellos militares del entorno presidencial que supuestamente estarían interesados en repartirse la recompensa –algo que podría quedarse también en eso, pura ridiculez. Sin embargo, “cuando el río suena piedras lleva” y, en este caso, las piedras no son la droga– negocio redondo de capos norteamericanos siempre desconocidos y nunca capturados –sino algo mucho más consistente y valioso: las reservas de petróleo y gas venezolanos, las mayores del mundo, al extremo que los expertos dicen que podrían abastecer al mundo durante 300 años. Y esto sí que puede interesar a ese magnate multimillonario que es, esencialmente, Trump.

Ya en un artículo anterior sugerimos que la derrota de Estados Unidos y la OTAN en su guerra contra Rusia en Ucrania podría llevar a Washington a aceptar que el orden mundial está reconfigurándose aceleradamente, y que de la geopolítica militar-territorial ahora es el ámbito de la geoeconomía el que adquiere mayor importancia, como se puede constatar con solo percatarse del papel que ya juegan los BRICS en el escenario mundial, además de eventos como la reunión en China de la Asociación de Cooperación de Shanghái a la que asistieron 30 países destacando en primerísimo lugar la presencia de la India. Y dado que en la Cumbre de Alaska el inquilino de la Casa Blanca inició el proceso para abandonar un conflicto que, aparte de las ganancias que van a parar a los bolsillos del complejo militar industrial no aporta beneficios a la plutocracia de Wall Street, pues que mejor que reorientar su política exterior hacia el traspatio latinoamericano “recuperando” las riquezas petroleras que Chávez y Maduro le escamotearon al Imperio con la revolución bolivariana. Así que ese sería el verdadero fondo del nuevo show de Trump convenientemente orquestado por Marco Rubio desde el Departamento de Estado.

Y entonces sí que se puede articular el presente con el pasado y lo que ocurre en el Caribe adquiere los contornos de una ominosa y renovada amenaza, pues desde que en el siglo XIX Estados Unidos inició su expansionismo neocolonial a costa de los territorios indígenas y de México buscando llegar a las costas del Pacífico, hasta la guerra contra España de fin de siglo todo encaja dentro de una doctrina Monroe (1823) que, esencialmente, significa “América para los norteamericanos”. Y es que también el involucramiento de Londres en las luchas de independencia –apoyando a Bolívar o a San Martín– despertó la inquietud de Washington que se percataba con claridad que el Imperio Británico con su presencia desde Canadá hasta Australia, pasando por las ciudades costeras de China (Hong Kong y Shanghái), la India, buena parte de África, Malasia podría llegar a incluir a Sudamérica entera. México perdió más de la mitad de su territorio en guerras con Estados Unidos que lo invadieron ocupando su capital en 1848. Y en la región del Caribe lo que estaba en juego era nada más –y nada menos– la construcción del canal interoceánico que por aquel entonces todavía se pensaba que el lugar ideal sería en Nicaragua utilizando el río San Juan y el Gran Lago. Sabemos que la competencia con los ingleses –instalados en las costas del Caribe mientras los americanos desembarcaban a los “filibusteros” de William Walker posesionándose de Nicaragua lo que produjo las pocas gestas gloriosas de los ejércitos centroamericanos (incluyendo a nuestro Mariscal Zavala) que lograron la derrota del invasor disfrazado de pirata– competencia que, por cierto, les llevó a la firma del tratado Clayton Bulwer (aunque Londres se haya olvidado, convenientemente, de Belice).

Así las cosas cuando a fines del siglo XIX los franceses, agotados por las penurias de la construcción en una zona selvática plagada de dificultades y enfermedades como el paludismo que distaban mucho de las condiciones en que se había construido el canal de Suez ofrecieron a Estados Unidos terminar la construcción del canal interoceánico en Panamá esto dio lugar a la independencia –convenientemente “arreglada” por Washington– de esa provincia colombiana y al tratado Hay-Buneau Varilla que cercenó la soberanía de la zona del Canal hasta que en los tratados Torrijos-Carter se convino su devolución para fines de siglo. Y no hay que olvidar que, en compensación por la pérdida de Panamá la Casa Blanca cedió a los colombianos las islas de San Andrés y Providencia y que el tratado Esguerra-Barcena materializó la entrega de ese territorio insular a Colombia. Eran los años en que Nicaragua estaba ocupada por tropas norteamericanas, y Somoza obedecía sin chistar. Los sandinistas pretendieron posteriormente su devolución presentando una demanda ante la Corte Internacional de Justicia sin éxito, aunque mejoraron la extensión de la zona económica exclusiva en territorio marítimo.

Ya sabemos que la guerra con España permitió a Estados Unidos apoderarse de Puerto Rico, las islas Filipinas y en buena medida de Cuba, con su soberanía limitada por la Enmienda Platt que dio a Estados Unidos el derecho a intervenir en los asuntos internos cubanos, establecer una base naval en la Bahía de Guantánamo así como hasta tener control de las plantaciones de azúcar. La gesta revolucionaria de Fidel Castro a fines de la década de los cincuenta fue en realidad una lucha de liberación nacional respecto al neocolonialismo implantado por el Imperio desde principios de siglo y en buena medida explica la subsistencia del régimen cubano pues se trata de defender su independencia y soberanía mucho más que la estructura socio-política y económica de la isla. Puerto Rico en cambio hasta la fecha permanece como un “estado libre-asociado” (colonialmente).

Y qué decir del siglo pasado: desde el derrocamiento de Árbenz en 1954 por haber afectado con su reforma agraria a tierras de la compañía bananera (la UFCO) de la cual eran accionistas los hermanos John Foster (Secretario de Estado) y Allen Dulles (jefe de la CIA) hasta la intervención armada en Panamá en 1989 para derrocar a Noriega, pasando por la isla de Grenada y por el derrocamiento en Chile de Salvador Allende en 1973 sin olvidar la intervención en República Dominicana en los años sesenta para derrocar a Juan Bosch e impedir el triunfo de Francisco Caamaño. Y sin la decidida acción de Vinicio Cerezo y de Oscar Arias en los años 80 –para impedir el “roll back” de la revolución sandinista impulsado por Ronald Reagan– que lograron la firma de los Acuerdos de Paz de Esquipulas en 1987 y la suscripción de los Acuerdos de Paz de Nicaragua (1990), El Salvador (1992) y Guatemala (1996), todos ellos contando con la mediación de Naciones Unidas, la guerra interna y la intervención estadounidense se hubiese prolongado mucho tiempo más en Centroamérica.

Así que imponerle un 50% de aranceles a Brasil porque los tribunales brasileños se atrevieron a enjuiciar por golpista a Bolsonaro –amigo de Trump–, deportar arbitrariamente a cientos de inmigrantes a El Salvador de Bukele, intervenir en Panamá para obligarla a retractarse de convenios firmados con Beijing o practicar una ejecución extra judicial contra los tripulantes de una lancha rápida en el mar Caribe –cuando se les debió detener para comprobar si efectivamente transportaban drogas– todo parece inscribirse en ese permanente intervencionismo violatorio de la soberanía de nuestros países (y de los derechos humanos como ocurrió en el caso de la lancha fulminada) decidido arbitrariamente por el “emperador” Trump. Y por eso mismo es particularmente peligroso ese espectáculo de fuerzas navales montado para amenazar y desestabilizar a Venezuela. La violación de tratado de Tlatelolco y una respuesta apropiada de la CELAC –secretariado lo tiene ahora Colombia– podrían ser útiles para desactivar esta crisis artificial obligando a Trump a detenerse.

Luis Alberto Padilla

Doctorado en ciencias sociales en la Universidad de Paris (Sorbona). Profesor en la Facultad de Derecho y en la Escuela de Ciencia Política de la Universidad de San Carlos. Es diplomático de carrera y ha sido embajador en Naciones Unidas (Ginebra y Viena), La Haya, Moscú y Santiago de Chile

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